UN SIGLO DE «LAS CALLES DE MÉXICO». Por Leandro Arellano

                              In memoriam Sonia Morales.

                      I

     A Luis González Obregón le debemos varios libros ineludibles de la crónica y la historia  del México colonial. Cronista ameno, historiador erudito, prosista refinado, pocos autores de nuestro país gozan del reconocimiento y la simpatía de su gremio y de sus lectores como este escritor y su obra.

    Don Luis, como se referían a él quienes lo rodeaban –yo lo imagino un hombre singularmente cortés-, mantuvo una devoción profunda por su trabajo, consistente en reunir y organizar un material vasto de leyendas, sucesos y personajes del México colonial. Ese material lo depuró y dispuso con sabiduría y una prosa fluida y tersa, coronada de buen humor, y lo vertió en los sucesivos libros que publicó sobre esos asuntos. Uno de ellos, Las calles de México, cumple el presente año un siglo de haberse publicado.

     Luis González Obregón nació en Guanajuato en 1865. Sus padres lo llevaron a la Ciudad de México a los dos años y allá vivió el resto de su vida. Altamirano, su maestro en el bachillerato, lo aficionó a la historia y en esa disciplina perseveró. La vida de González Obregón transcurrió literalmente entre libros.

     Con un grupo de amigos participó en la fundación del Liceo Mexicano Científico y Literario. Por esos años comenzó a publicar artículos en El Nacional, que luego formarían sus grandes libros de este género: México viejo (1900) y Las calles de México (1922 y 1927). González Obregón trabajó en –fue él su gran constructor- el Archivo General de la Nación. Carranza lo despojó de su cargo directivo, pero él siguió laborando allí hasta que la ceguera se lo impidió. Trabajó también en la Biblioteca Nacional de México y fue miembro de la Academia Mexicana de Historia y de la Academia Mexicana de la Lengua.

     Nunca se le designó formalmente Cronista de la Ciudad de México, pero en los hechos lo fue.

     Las calles de México, Leyendas y sucedidos agrupa un conjunto de “cuentos y consejas”, leyendas urbanas que él depura y reconstruye y representan un modelo de la crónica -convergencia y fusión de periodismo y literatura- nacional. Fue publicado en 1922 en la Ciudad de México, donde cinco años más tarde, en 1927, publicó un segundo volumen: Las calles de México, Vida y costumbres de otros tiempos.

     En su página electrónica, La Enciclopedia de la Literatura Mexicana aporta la información sobre la edición original de ambos libros. Actualmente es común hallar los dos volúmenes refundidos en uno. La Editorial Porrúa ha reeditado el libro más de una docena de veces y cuenta con sendos prólogos de contemporáneos y amigos del autor: Carlos González Peña y Luis G. Urbina. 

     Otras ediciones contemporáneas, como la de Alianza Editorial, publicada en México, en 1998, reúne los dos volúmenes también y porta un prólogo de José Luis Martínez.

                             II

     En la época del autor la historia de nuestro país adquiría nuevos tonos. La investigación y el análisis documentado reemplazaban paulatinamente a la pasión política. Su afición por la historia la situó González Obregón en sucesos del México colonial y más específicamente en el tema de las calles de la ciudad y sus nombres. “La historia moral y física de una ciudad… está ligada con los nombres de sus calles”, comienza así el autor, el libro cuyo primer centenario celebramos.       

    La ciudad es morada de toda sociedad organizada y las calles, las arterias que le dan vida, las líneas directivas del territorio. La movilidad citadina gira en torno a ellas y además de constituir un principio de orden, aportan las señas de ubicación de cada vivienda, igual que la guía para el desplazamiento de sus habitantes.

     Su origen es tan antiguo  como el de las comunidades organizadas. La plaza donde Sócrates solía interrumpir a los viandantes da idea de una Atenas urbanizada y compleja. Quizás Roma provee todavía un mejor ejemplo de la urbanización de una gran ciudad, pero casi todas –Babilonia, Jerusalén, Tenochtitlán, etcétera- se organizaron con base en esas coordenadas diagramadas.

     No hay un vademécum que disponga la ubicación y características de las calles, más allá de las disposiciones inmediatas de los urbanistas y las urgencias de autoridades municipales.

     Principales y populosas, regulares o pequeñas, vitales o sin prestancia, cada ciudad posee su propio carácter y sello arquitectónico. En no pocas  prevalece en apacible convivencia el caos y el laberinto que suscitan las imprevisiones. Lo cual revela que la arquitectura es un arte cercano a la reproducción del ritmo y la armonía del cosmos.

     Así conviven calles, avenidas, paseos, calzadas, callejones, cerradas, caminos, vías, bulevares y algunas más. Cada una cumple una misión y el vecindario correspondiente acaba por ser amo y guardián de su imagen y buena marcha.

     González Obregón relata en los variados capítulos de su libro acontecimientos, “Leyendas y sucedidos” del pasado colonial, en los que procura exprimir lo que hay de real en las leyendas. Va descubriendo verdades (Cortés no tuvo tiempo de llorar en la llamada Noche triste); despejando dudas o confusiones (La llorona se va porque los niños de hoy no se espantan con los fantasmas del pasado); exponiendo casos curiosos (La monja Alférez nos deja suspendidos entre el ser y el parecer). Así continúa revelando otras noticias y enseñando con buen humor. El lector halla que cada suceso tiene una categoría.

     Las calles –y sus sucedáneos- pertenecen a distintas jerarquías también. Una estancia en Londres nos ilustró sobre la clase y condición de esas categorías. Chesterton escribió que Londres es más difícil de apreciarse que cualquier otro lugar.

     Existen, entonces, calles burguesas, reales, de medio pelo, democráticas, proletarias, aristócratas, lumpen y una extensa variedad que carece de o exhibe su propia estirpe. Cada vecino abraza la suya y por ella se ufana o se contrita. Como que ese espacio se transforma en parte de uno.     

     Una identidad está hecha también de los lugares, de las calles en que hemos vivido y dejado una parte de nosotros, escribió Claudio Magris.

                       III

    Al final de su libro González Obregón incluye un Apéndice que consta de dos partes: I. Nombres antiguos de las calles de México y II. Origen de algunos nombres antiguos de las calles.

     En las personas y las cosas el nombre propio es decisivo. Es la seña suprema de la identidad de cada persona; el distintivo que nos reconoce como únicos. El nombre va atado al carácter de la persona o de la cosa, y el carácter, cuando se posee, determina también la presencia física.

     Fray Luis de León consideraba que el nombre es como la imagen de la cosa de quien se dice. Igual, escribió que: Nombre es aquello mismo que se nombra, no en el ser real y verdadero que ello tiene, sino en el ser que da nuestra boca y entendimiento.

     Los nombres de las calles tienen un origen casual o ex profeso pero concluyente en su determinación. En muchas naciones provienen de un personaje o hecho histórico. Como sea, resultan indispensables en el mantenimiento de la guía y el orden de las comunidades.

     Los nombres pueden ser agradables o no, contar o no con eufonía y sonoridad. A nuestro arribo a la Ciudad de México, en el centro abordábamos un trolebús que corría por la avenida de San Juan de Letrán y continuaba linealmente por la avenida del Niño perdido. “Una Avenida de San Juan, que ya no existe, que nos fue expropiada”, lamentaba José Emilio Pacheco.

     Esos gratísimos y musicales nombres fueron transformados por el nada eufónico ni sonoro de Eje Central. Igual, la antigua Avenida San Jerónimo, en el sur de la ciudad, lleva ahora el atroz nombre de Eje 10 Sur.   

     Si algo suena mal, es malo. Esto explica y acaso justifica a los mortales cuya atracción o rechazo de individuos, cosas u objetos, depende no pocas veces de los nombres que los identifican.   

     En Nueva York parece natural el desenfado de los habitantes en asuntos tan elementales. En Manhattan, el corazón de esa ciudad, un alto porcentaje de las calles llevan números por nombres. Acaso habrá a quien no disguste vivir –digamos- en la confluencia de la Sexta y la 57, o en la Tercera y 9, y no en la sonora esquina de Edgar Allan Poe y Waldo Emerson.    

     Las calles de nombres melodiosos invitan para sí, ya con nombrarlas. Por el oído entra la música del mundo. Luis González Obregón nos heredó libros doctos, amenos y de excelente prosa. Las calles de  México, a un siglo de su publicación, se lee con agrado inagotable.

 

                San Miguel de Allende, marzo de 2022

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