HOMENAJE A MIS MAESTROS EN LA DIPLOMACIA. Por Jorge Castro-Valle Kuehne*

          La celebración del Día del Maestro, el pasado 15 de mayo, me motivó a rendir este homenaje a quienes considero mis Maestros – así, con mayúsculas – en mi trayectoria en el Servicio Exterior Mexicano. Lo dedico con gratitud a aquellas personas que con su guía y ejemplo influyeron, sobre todo en los años más formativos, en mi carrera diplomática.

Mi primer jefe fue el destacado jurista Ulises Schmill Ordóñez, embajador de designación política, a quien le debo haber gestionado mi nombramiento inicial en el SEM, en 1973, como Canciller “B” adscrito a la representación de México en Austria, donde yo me encontraba estudiando en la Universidad de Viena.

Además de realizar bajo sus órdenes mis pininos en la diplomacia, de él aprendí, entre muchas otras cosas, invaluables lecciones de filosofía del derecho en largas sesiones de análisis y discusión de textos.  Siendo uno de los especialistas más connotados en la teoría pura del derecho de Hans Kelsen, juntos tradujimos el ensayo “Derecho y Lógica” del ilustre jurisconsulto austriaco, mismo que nos publicó el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM en 1978.

Otra deuda eterna que tendré con él es haber reforzado mi predilección por la música clásica, una pasión que, por cierto, me ha acompañado y hecho más llevadero el confinamiento provocado por la pandemia que padecemos actualmente. Como gran melómano, el Dr. Schmill me invitaba frecuentemente a comer en la residencia de la embajada, donde pasábamos largas horas conversando y escuchando obras sinfónicas de su extensa fonoteca.

A él también le debo mi primera asistencia al festival de música de Salzburgo, del cual mi esposa y yo nos hemos hecho asiduos visitantes durante las últimas dos décadas, y cuyo centenario lamentablemente nos perderemos este verano debido a la contingencia. Nuestro “salzburgazo” fue producto de una decisión intempestiva de mi jefe en el viaje de regreso de Budapest a Viena, tras acompañarlo a presentar sus cartas credenciales como embajador concurrente ante Hungría. Una aventura inolvidable que contribuyó a consolidar una amistad que perdura hasta la fecha con quien llegó a ocupar la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en la primera mitad de la década de los noventa.

 Al ser designado embajador en Alemania, en 1975, el Dr. Schmill fue sustituido al frente de nuestra representación en Austria por otro gran melómano, el ahora Embajador Eminente Jorge Eduardo Navarrete, uno de mis principales maestros en el SEM, a quien dedicaré un apartado especial más adelante en este relato.

Otros dos de mis admirados mentores en mis inicios, fueron los brillantes diplomáticos Sergio González Gálvez y Antonio González de León. Al Embajador Emérito González Gálvez, cuya irreparable pérdida sufrimos recientemente, le debo mi traslado de Viena a México y mi adscripción al área de organismos internacionales de la Cancillería, cuya dirección en jefe ocupaba. Si bien nunca llegué a trabajar directamente con él, siempre estuvo al pendiente de mi desarrollo profesional y generosamente me benefició con su sabio consejo en diferentes etapas de mi carrera, como buen amigo de mi padre que había sido compañero de escuela del suyo.

Con el Embajador González de León, gran multilateralista que fue el principal negociador de la convención de la ONU sobre los derechos de los trabajadores migratorios y sus familiares, me unió una estrecha amistad desde que tuve el placer de conocerlo, como adolescente en Viena, cuando él asistía a reuniones del Organismo Internacional de Energía Atómica acompañando al artífice del Tratado de Tlatelolco, nuestro Premio Nobel Alfonso García Robles.

En 1979, a raíz del nombramiento como Secretario de Relaciones Exteriores de Don Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa y de su propia designación como Director en Jefe de Asuntos Especiales, me invitó a colaborar como su asesor, puesto que finalmente no pude aceptar debido a uno de esos “ofrecimientos irrechazables” que simultáneamente me hizo mi antiguo jefe en Austria, el Embajador Navarrete, para fungir como su Secretario Particular en la Subsecretaría de Asuntos Económicos.

Volver a trabajar con un funcionario de la capacidad profesional, compromiso institucional, rigor y disciplina del Subsecretario Navarrete fue una experiencia sumamente formativa en mi carrera. Más aún en un ámbito tan interesante, pero desconocido para mí, como las relaciones económicas – bi- y multilaterales – y la cooperación técnica internacional.

Cabe recordar que esa Subsecretaría llevaba tan solo un año de haber sido creada – durante la gestión del anterior titular de la SRE, Santiago Roel –, por lo que, en la práctica, una de las tareas prioritarias y, me atrevería a decir, de los méritos del Embajador Navarrete fue, precisamente, consolidarla y fortalecer su organización tanto estructural como funcional.

Entre los temas que se manejaban en el área económica, y en los que pude colaborar directa o indirectamente, figuraban la coordinación de las comisiones mixtas de cooperación económica y científico-técnica con países y organismos regionales, el seguimiento al Acuerdo de San José para la cooperación energética con Centroamérica y el Caribe, la propuesta presidencial para la adopción de un plan mundial de energía, las negociaciones del fondo común para productos básicos, y la conferencia de la ONU sobre ciencia y tecnología para el desarrollo, celebrada en Viena en 1979, a la cual fui comisionado como integrante de la delegación mexicana.

Sin embargo, el asunto más relevante en el cual me tocó participar, a mi nivel, fue la Reunión Internacional sobre Cooperación y Desarrollo – antecedente del actual G20 – celebrada en Cancún en 1981. Con la confianza del Subsecretario, quien fue designado como coordinador de la negociación de la agenda sustantiva de esa primera cumbre Norte-Sur, tuve la gran oportunidad de fungir como secretario del grupo intersecretarial de alto nivel presidido por él y acompañarlo en varios de sus viajes a diversos países invitados, entre ellos Austria – como copresidente de la cumbre -, Canadá – que, por causas de fuerza mayor, sustituyó a Austria en la presidencia de los países del Norte -, Alemania, Francia, Reino Unido, la ex Yugoslavia, Argelia, India y Japón, así como la Comisión Europea en Bruselas y la ONU en Nueva York.  Realmente una experiencia muy enriquecedora en mi carrera que, desafortunadamente, desembocó en una gran frustración para mí, después de tan intenso involucramiento en la fase previa, al no poder asistir personalmente a la cumbre en Cancún por “austeridad presupuestaria”.

Fue durante los trabajos preparatorios de Cancún que conocí a quien considero mi principal maestro y mentor en el SEM, el Embajador Emérito Bernardo Sepúlveda, quien fungía como asesor internacional del Secretario de Programación y Presupuesto y futuro candidato presidencial, Miguel de la Madrid. De hecho, estábamos juntos en la ONU en Nueva York, sosteniendo encuentros bilaterales con representantes de países invitados a la cumbre cuando ocurrió el “destape” del Lic. De la Madrid, obligándolo a regresar con urgencia a México.

Tras su breve gestión como Embajador en Washington y al ser designado Secretario de Relaciones Exteriores, el Lic. Sepúlveda amablemente me invitó a colaborar en su Secretaría Particular, los primeros dos años como adjunto del ahora Embajador en retiro Manuel Rodríguez Arriaga, y los últimos cuatro del sexenio como titular de esa oficina. Sin duda, una de las funciones más formativas que he desempeñado, misma que me permitió adquirir una visión integral del funcionamiento de la Cancillería y del Servicio Exterior Mexicano.

Entre los temas prioritarios a los que tuve el privilegio de acercarme durante mi gestión como Secretario Particular del Canciller figuraron las históricas negociaciones del Grupo de Contadora y su Grupo de Apoyo para la pacificación de Centroamérica, incluyendo su fuerte impacto en la compleja relación de México con los Estados Unidos, el proceso del Grupo de los Seis en materia de desarme nuclear, la creación del Mecanismo de Concertación Política Latinoamericana – antecedente del Grupo de Río y de la CELAC -, así como la elevación a rango constitucional de los principios rectores de nuestra política exterior.

Un reto mayúsculo en ese periodo fue lidiar con las severas repercusiones para la SRE de los trágicos sismos de 1985, cuyos daños nos obligaron a abandonar temporalmente la sede de Tlatelolco y dispersar oficinas por diversos puntos de la ciudad, con los consiguientes problemas de coordinación institucional, muchos de los cuales recayeron en la Secretaría Particular del Canciller a mi cargo.

Trabajar bajo las órdenes del Secretario Sepúlveda fue una de las experiencias más enriquecedoras y gratas de mi trayectoria en el SEM.  Aprender de su estilo de liderazgo tan característico: su capacidad analítica y ecuanimidad en la toma de decisiones, incluyendo las más complejas, su habilidad para generar confianza y delegar funciones sin perder la visión de lo esencial, para estimular el sentido de corresponsabilidad y de trabajo en equipo en sus colaboradores cercanos, así como su trato siempre cortés aún bajo intensa presión, fueron invaluables lecciones que procuré asimilar y aplicar – espero que con cierto grado de éxito – a lo largo de mi carrera diplomática.  Es por ello que no dudé en continuar colaborando con él cuando amablemente me invitó a ser su Jefe de Cancillería en nuestra Embajada en el Reino Unido al término de su gestión al frente de la SRE.

Una mención muy especial merece otro de mis principales mentores en el SEM, el Embajador Eminente Andrés Rozental.  Además de distinguirme con su amistad y confianza por casi 40 años, fue quien me impulsó en diferentes etapas de mi carrera, destacadamente recomendándole al Secretario Manuel Tello mi designación como Director General para América del Norte que, a su vez, trajo aparejado mi ascenso al rango de Embajador en 1994.  En la compleja responsabilidad de atender las relaciones con nuestros principales socios en el mundo, no podría dejar de expresar mi gratitud, además de al Embajador Rozental, a dos extraordinarios jefes por su invaluable apoyo, el ex Subsecretario Juan Rebolledo en la Cancillería, y el Dr. Jesús Reyes Heroles en nuestra Embajada en Washington.

Por supuesto, habría más personas que merecerían mi sincero agradecimiento, entre otras, embajadores muy apreciados con quienes tuve el honor de colaborar como Jefe de Cancillería, como Don Jorge de la Vega Domínguez en Ottawa y el finado Dr. José Juan de Olloqui en Londres, así como, de manera muy especial, mi querida amiga, la ex Canciller Patricia Espinosa, por su confianza y respaldo durante mis gestiones como Director General de Protocolo, Subsecretario para América Latina y el Caribe, y enlace de la SRE con el equipo de transición del Presidente Electo de México.

Deliberadamente he dejado al final de este sentido homenaje– last but not least – a quien, con su digno ejemplo, desde joven me inculcó el profundo amor a México y la vocación por el Servicio Exterior que guiaron mi desempeño en esta honrosa profesión – un auténtico proyecto de vida -, a la que bien valió la pena dedicarle más de cuatro décadas con todo mi compromiso, lealtad y pasión: mi padre, el Embajador Alfonso Castro Valle.

 

 

Ciudad de México, mayo de 2020.

*El autor es Embajador Eminente de México, en retiro.

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1 comentario

  1. Valiosas reminiscencias de algunos ilustres maestros de la ciencia y arte de la diplomacia, que iluminaron la distinguida carrera de mi amigo Jorge Castro Valle Kuehne, en su paso por el SEM. Agradezco su generosidad por compartirlas, al tiempo que son décadas que en mucho nos identifican.

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