El 14 de septiembre tuve el honor de tomar posesión como el primer mexicano en formar parte de la Academia Internacional de Ceremonial y Protocolo (AICP).
La AICP es un organismo especializado de la Organización Internacional de Ceremonial y Protocolo (OICP), constituida como una entidad de carácter socio-cultural que tiene por misión ordenar, analizar, actualizar y divulgar los conocimientos, la historia y el desarrollo de los diferentes aspectos que conforman el Ceremonial y el Protocolo. Su visión es convertirse en el Foro de encuentro internacional por excelencia para el intercambio de conocimientos y experiencias en dicha materia, incluyendo los mejores usos de la cortesía, la educación y la urbanidad en la vida cotidiana, tanto en las relaciones personales, como en las sociales e internacionales.
Además de mi por México, en la ceremonia fueron admitidos nuevos miembros de Chile, Ecuador, España, Estados Unidos, Jamaica, Perú y Uruguay -de diversos sectores y trayectorias profesionales- con lo cual suman actualmente 30 los países, de 4 continentes, que están representados en la AICP.
Entre otros requisitos formales para ingresar, cada aspirante debió presentar un “panegírico” sobre un “patrono” de su elección, una persona vinculada con aspectos del Ceremonial y Protocolo de los ámbitos político, diplomático, empresarial, cultural, académico o social.
En mi caso, seleccioné como patrono a mi padre, el Embajador Alfonso Castro Valle, quien en su carrera diplomática de medio siglo en el Servicio Exterior Mexicano, entre otros cargos, llegó a ejercer el de Jefe del Ceremonial de la Cancillería en los años 50 del siglo pasado.
PANEGÍRICO
EMBAJADOR ALFONSO CASTRO VALLE
En mi carrera diplomática de más de 45 años, tuve la fortuna de contar con respetados mentores que generosamente me orientaron en mi desarrollo profesional.
Entre ellos destaca el ahora Embajador Emérito de México, Bernardo Sepúlveda Amor, ex Secretario de Relaciones Exteriores y ex Juez de la Corte Internacional de Justicia de la Haya, con quien tuve el privilegio de colaborar -y aprender de sus enseñanzas y de su ejemplo- durante casi una década.
Sin embargo, cuando reflexiono sobre la mayor influencia que tuve en mi vida, tanto en lo personal como en lo profesional, siempre llego a la misma conclusión: mi padre, el Embajador Alfonso Castro Valle (1914-1989).
Muchas veces me he preguntado qué hubiera sido de mi vida si mi madre no hubiera contraído matrimonio, en segundas nupcias, con el entonces Embajador de México en la antigua Checoslovaquia en 1963, a mis diez años de edad, y si él no me hubiera adoptado formalmente como su hijo, brindándome la insuperable oportunidad de recibir una educación multicultural y plurilingüe en Europa e introduciéndome al fascinante mundo de la diplomacia.
Alfonso Castro Valle nació en la Ciudad de México en 1914 donde pasó su infancia. En su adolescencia, por la profesión de ingeniero petrolero de su padre, la familia se trasladó por unos años a Tampico, en el estado de Tamaulipas en el noreste del país.
De regreso en la capital, con el apoyo de su medio hermano, Antonio Castro Leal -integrante de un grupo de intelectuales conocido como “los siete sabios” y quien llegó a ser Rector de la Universidad Nacional de México- obtuvo su primer trabajo en la Secretaría de Relaciones Exteriores en 1933.
Ahí, a sus escasos 20 años de edad y gracias a su aptitud para los idiomas y para relacionarse con personas de diferentes culturas, así como su carisma y don de gentes, fue “descubierto” por algunos de los más renombrados diplomáticos de esa época, encabezados por el Secretario de Relaciones Exteriores, José Manuel Puig Casauranc.
Colaboró inicialmente en el área de publicaciones de la Cancillería bajo las órdenes del connotado poeta Salvador Novo. Por cierto, esa experiencia fue la que más adelante en su carrera le ganaría la invitación de otro gran diplomático e intelectual mexicano, Jaime Torres Bodet, para fungir como encargado de publicaciones durante su gestión como Director General de la UNESCO en París (1948-1952).
Continuando con el desarrollo cronológico de su trayectoria diplomática, su primer puesto en el extranjero, ya como miembro del Servicio Exterior Mexicano, fue como “escribiente” en la Delegación de México ante la Sociedad de Naciones en Ginebra, donde tuvo como jefes y mentores a dos extraordinarios diplomáticos: los futuros Cancilleres Isidro Fabela y Manuel Tello.
De ahí pasó a la Embajada en Bruselas, cuyo titular era un político y ex general de la Revolución Mexicana, Gonzalo N. Santos, conocido como el “alazán tostado” por su excentricidad y explosivo carácter. Fue, sin duda, una útil experiencia que le enseñó a mi padre a lidiar con todo tipo de complejas personalidades. Aprovechó su estancia en Bélgica para pulir sus conocimientos de francés y realizar estudios diplomáticos en la Universidad de Lovaina.
Siguió una de las etapas más formativas de su carrera, que le dejó una profunda huella, cuando tuvo el privilegio de prestar sus servicios, en plena II Guerra Mundial en la Francia ocupada por la Alemania hitleriana, bajo las órdenes de Gilberto Bosques,conocido como el “Schindler mexicano”, en apoyo a refugiados republicanos de la Guerra Civil Española y perseguidos del nazismo. Se estima que gracias a tan meritoria labor humanitaria alrededor de 40,000 personas fueron salvadas, escribiendo así una de las páginas más brillantes de la diplomacia mexicana. Mi padre siempre habló con gran orgullo y satisfacción de su colaboración con tan ilustre personaje.
Otra notable experiencia que marcó su vida fue su misión como Encargado de Negocios en China, antes de cumplir los 30 años de edad, con la encomienda de instalar la Legación mexicana en Nankín y acreditarse ante el gobierno presidido por Chiang Kai-chek en uno de los momentos más álgidos de la segunda conflagración mundial. Siempre mantuvo una enorme admiración por la historia y civilización de ese milenario país asiático.
Al término de la guerra, tras sus dramáticas vivencias en Francia y China, su trayectoria daría un importante giro al ser comisionado como Primer Secretario en la Misión Permanente ante la recién creada Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Nueva York. En ese espacio, bajo el aliento esperanzador de la Carta de San Francisco, continuó su formación diplomática bajo la tutela de destacados internacionalistas como Luis Padilla Nervo -primer Representante Permanente de México ante la ONU y futuro Secretario de Relaciones Exteriores y Juez de la Corte Internacional de Justicia- y Rafael de la Colina -el legendario Representante Permanente de México ante la Organización de Estados Americanos (OEA) en Washington, quien llegó a ejercer el decanato de sus colegas diplomáticos acreditados ante dicho organismo regional interamericano.
Tras largos años de ausencia de México, al inicio de los años 50 fue trasladado a la sede de la Cancillería mexicana para asumir el cargo de Subdirector del Ceremonial, colaborando con el Embajador Rafael Fuentes, padre del laureado escritor Carlos Fuentes. En 1953, lo sustituyó como Director General en esa compleja, pero, a la vez, fascinante responsabilidad, misma que -en una de las memorables coincidencias de nuestras respectivas carreras diplomáticas- yo también llegué a ejercer medio siglo después de él.
Mi padre fue un convencido promotor de la relevancia estratégica de la función protocolaria en las relaciones internacionales, así como de la regla de oro de que la “forma es fondo”, pero que debe existir un equilibrio y una complementación entre ambos, pues tan insuficiente es el fondo sin la forma como la forma sin el fondo.
Entre las múltiples vivencias que él relataba de su gestión como Jefe del Ceremonial (ahora Protocolo) destaca la histórica y emotiva Visita de Estado del entonces Emperador de Etiopía, Haile Selassie, en 1954, en reconocimiento a la protesta de México ante la Sociedad de Naciones por la invasión y ocupación de ese país por las fuerzas militares de la Italia fascista de Benito Mussolini, protesta que él había presenciado, en 1935, durante su temprana comisión en Ginebra.
Asimismo, como ejemplo de lo variada que puede ser la función protocolaria, solía comentar los complejos detalles logísticos y de seguridad que le tocó coordinar para la organización de un encuentro entre los Presidentes de México, Adolfo Ruíz Cortines, y de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, con motivo de la inauguración de la presa binacional Falcón en la frontera entre ambos países.
Además de las numerosas anécdotas que contaba sobre sus peripecias en otras responsabilidades protocolarias -que yo también viví y, en ocasiones, sufrí en mi propia gestión- tales como la organización de visitas de Estado, la acreditación de Embajadores, las precedencias en actos con el Cuerpo Diplomático, los privilegios e inmunidades de agentes diplomáticos, el otorgamiento de condecoraciones, los planos de mesa y la selección de menús para banquetes oficiales, la colocación de banderas en ceremonias y conferencias internacionales, entre otras.
Si bien tuvimos conversaciones sobre este tipo de temas antes de su partida en 1989, basadas en su propia experiencia, lamento que no haya vivido para verme en acción como Jefe de Protocolo; su sabio consejo hubiera sido invaluable para mí.
Al término de su gestión al frente del Ceremonial, fue comisionado como Cónsul General en Hamburgo, culminando en ese puerto hanseático la experiencia consular que previamente había adquirido en puestos en Francia, así como en Nueva York y Río de Janeiro.
En 1959, tras más de 25 años de carrera, finalmente obtuvo su ascenso al rango de Embajador y su designación en Japón, regresando al Lejano Oriente casi dos décadas después de su comisión previa en China.
En Tokio, se acreditó ante el Emperador Hirohito y realizó una meritoria labor contribuyendo al fortalecimiento de los vínculos políticos, económicos y culturales entre ambos países, así como al diseño y la construcción de la nueva sede de la Embajada en la capital nipona, misma que se convirtió en un modelo para otras representaciones diplomáticas mexicanas.
Asimismo, le correspondió cubrir simultáneamente la concurrencia de Indonesia, donde llegó a establecer una relación cercana con el entonces Presidente Sukarno, uno de los principales líderes del Movimiento de los Países No Alineados (NOAL).
La siguiente etapa de su trayectoria fue la antigua Checoslovaquia en plena Guerra Fría (1963-1971). Ahí fue testigo del movimiento democratizador de la llamada “Primavera de Praga”, impulsado por Alexander Dubček, que fue brutalmente aplastado por la invasión de las fuerzas del Pacto de Varsovia lideradas por la Unión Soviética en el verano de 1968. Otro más de los dramáticos sucesos históricos que le tocó presenciar en su agitada carrera diplomática.
Su penúltimo destino fue una responsabilidad múltiple: Embajador en Turquía, con residencia en Ankara, acreditado concurrentemente ante Irán y Pakistán (1971-1977). Nuevamente le correspondió ser testigo de otro impactante acontecimiento como la invasión de Chipre por fuerzas militares turcas en 1974.
En Irán, fue el representante oficial de México en los fastuosos festejos de los 2,500 años del Imperio Persa en 1971; solía contarnos orgullosamente cómo había tenido el honor de compartir la mesa con la Princesa Grace de Mónaco en el banquete de gala celebrado en Persépolis.
Asimismo, en ambas concurrencias le tocó tratar con dos polémicas e influyentes personalidades de esa época: en Irán, con el Sha Mohammad Reza Pahlevi, a quien acompañó en su Visita de Estado a México en 1975, y, en Pakistán, con el Presidente y luego Primer Ministro, Zulfikar Ali Bhutto. Pocos años después, ambos líderes habrían de ser destituidos en circunstancias turbulentas en sus respectivos países.
La última escala de su odisea diplomática fue Suecia en cuya capital a orillas del Mar Báltico permaneció durante más de cinco años (1977-1982). Fue otra memorable coincidencia entre nuestras trayectorias profesionales pues yo también fui Embajador en ese país escandinavo. Ambos le presentamos nuestras Credenciales al mismo Rey, Carlos XVI Gustavo, quien, en la ceremonia protocolaria de mi acreditación en el Palacio Real de Estocolmo, me dijo que para él era una primicia recibir las Cartas de padre e hijo, con casi 25 años de diferencia entre una y otra entrega.
Al término de su misión diplomática en 1982, el Ministro de Asuntos Exteriores de Suecia, en su emotivo discurso de despedida, definió el estilo tan característico de mi padre elogiosamente como el “Castro Valle concept”: el toque personal y el arte de la negociación de quien sabe no sólo pedir sino también dar con talento, inteligencia y elegancia… savoir faire.
Tras una impecable carrera de medio siglo, que fue calificada como “excepcional” en la primera edición de la serie de la Historia Oral de la Diplomacia Mexicana, publicada por la Secretaría de Relaciones Exteriores en 1987, se retiró con mi madre en la idílica Cuernavaca, conocida como la “ciudad de la eterna primavera”. Ahí bautizaron al lugar donde establecieron su último hogar familiar apropiadamente con el nombre de “Kismet” -que significa destino en el idioma turco- y que, por cierto, yo seleccioné como título para mi propio libro de memorias diplomáticas,que contiene un amplio capítulo sobre Protocolo.
Son innumerables las enseñanzas que con su ejemplo me transmitió mi padre y que fueron de un valor incalculable en mi propia trayectoria en el Servicio Exterior Mexicano y, particularmente, en mi gestión de Jefe de Protocolo.
Entre otras:
- un profundo amor a México y orgullo por nuestra cultura y tradiciones;
- la convicción de que el nacionalismo y patriotismo, en su connotación positiva, no son incompatibles con el cosmopolitismo;
- una acendrada vocación por el servicio público y la diplomacia;
- un trato cordial y de respeto irrestricto hacia los demás, buscando siempre una conexión humana;
- el privilegiar el trabajo en equipo y motivar un sentido de corresponsabilidad en nuestros colaboradores;
- una permanente capacidad de adaptación a nuevas circunstancias e interés por otras culturas y costumbres;
- un cuidado de las formas combinado con cierta flexibilidad cuando el manejo de una situación lo amerita;
- un desempeño profesional caracterizado por la honestidad y la lealtad, tanto institucional como personal;
- y, por último, pero no menos importante, el reconocimiento que el servicio exterior es un proyecto de vida que también involucra a nuestras familias y seres queridos.
Es por todo ello -y más- que no dudé en escoger al Embajador Alfonso Castro Valle como mi patrono y dedicarle este panegírico con motivo de mi ingreso como Académico de Número de la Academia Internacional de Ceremonial y Protocolo (AICP), que mucho me honra y agradezco.
Ciudad de México, a 14 de septiembre de 2024.
* Embajador Eminente, en retiro; ex Jefe de Protocolo de la SRE (2009-2012).
Página web: www.oicp-protocolo.com Instagram: academiaaicpoficial
Facebook: AICP – Academia Internacional de Ceremonial y Protocolo
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