LA HISTORIA
¿Cuántos seres y cosas calan en nuestros afectos sólo con nombrarlos? Cuanta ocasión es necesario, proclamamos la importancia que posee el nombre de, para y en, todo. Al mundo y sus cosas –objetos, imágenes, ideas- los captamos por sus nombres. Y si algo suena mal, lo juzgamos malo.
De las cosas, conociendo su nombre, podemos elevarnos al conocimiento del espíritu, escribió Azorín.
La sonoridad, a su vez, la eufonía de las palabras, de un sonido grato al oído, rapta nuestro ser por entero, nos envuelve con suavidad, casi insensiblemente. La atracción de las palabras radica en su propia melodía. La magia de los sonidos aligera todo propósito. Cuando los oídos la rechazan, es el espíritu quien se pronuncia.
Tan importante como la obra de los urbanistas y arquitectos que concibieron y dieron forma a los asentamientos de las primeras agrupaciones humanas -de manera ordenada, orientada y, en lo posible, armoniosa-, lo representa otro paso memorable en el proceso civilizador de la humanidad: la imposición de nombres o señas de identidad a las vías urbanas, a las calles y avenidas.
¿Cómo fue el ordenamiento urbano del antiguo Egipto y cómo el de Babilonia? ¿Cómo el de Atenas, escuela de la Hélade? Los romanos, lo sabemos, construyeron instituciones, palacios, monumentos y carreteras que aún sobreviven. Y no por nada los antiguos mexicanos en Teotihuacán orientaron la Calzada de los muertos entre las Pirámides del Sol y de la Luna.
En 1900 y de manera póstuma se dio a la imprenta el manuscrito de La ciudad de México, del doctor José María Marroquí. La obra consta de tres volúmenes y trata del origen de los nombres de las calles, plazas, establecimientos y otros monumentos de la capital del país. Un capítulo de esa obra, referido a la calle que es seguramente la más famosa e imponente del país, el Paseo de la Reforma, fue incluido por Ernesto de la Torre Villar en Lecturas históricas mexicanas (UNAM, 1994, Vol. II).
El texto revela que esa vía la dispuso Maximiliano de Habsburgo y originalmente se llamó Calzada del Emperador. El presidente Lerdo de Tejada se ocupó luego de engrandecerla y los gobiernos estatales la dotaron de las estatuas y bustos expuestos a lo largo de la hermosa avenida de aire vienés. No vendría nada mal la reedición del trabajo de este médico de profesión.
Suma autoridad en la historia y nombres de las calles de México fue otro estudioso ejemplar, de origen guanajuatense. “Dicen que Luis González Obregón levantaría del suelo poco más de metro y medio, y que era delgaducho, de hombros encorvados, largos y espesos bigotes, y extraordinariamente miope”. Así describe José Luis Martínez a González Obregón en el prólogo al erudito libro de éste: Las calles de México (Alianza Editorial, México, 1998).
*El autor es diplomático mexicano y escritor
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