De Querétaro a Madrid, de Copilco a Roma, de Lagos de Moreno a Atenas, Londres y San Juan de Puerto Rico, con escalas en Río de Janeiro y Washington: Hugo fue un viajero aventajado. El trabajo diplomático lo llevó a residir por estancias más o menos extensas en las misiones diplomáticas de México de esas ciudades, y supo estar cabalmente en cada una.
Si la auténtica diplomacia consiste en hacer amigos para el país, Hugo cumplió pródigamente su labor. Con facilidad creaba amistades en todas partes, su carácter generoso y su grato semblante físico lo abonaban. Los afectos que así forjaba eran sobre todo hombres y mujeres del arte y la cultura de las naciones en que se hallaba.
La fortuna arropó a Hugo concediéndole el privilegio de vivir y ser parte de la diplomacia mexicana en una de las mejores épocas de la política exterior de México. Una etapa cuando México, al tomar la palabra en los foros internacionales o al realizar alguna declaración, las delegaciones de todos los países cesaban su distracción para escuchar. Se trata, más o menos, del mismo periodo que gestó a los Premios Nobel mexicanos, vinculados los tres al Servicio Exterior Mexicano (SEM).
Hugo ingresó al SEM en 1963, cuando José Gorostiza era Subsecretario de Relaciones Exteriores y don Manuel Tello Baurraud, Secretario. En esa etapa y por varios lustros la cultura y las letras mexicanas compartían y se entrelazaban pródigamente con la diplomacia.
Hugo se ocupó, sobre todo, en ese espacio sólido y vasto de la política exterior y, por ende, de los más nobles valores nacionales: la promoción y difusión de nuestra cultura. Profesaba a Hugo un cariño enorme y una gratitud inmensa. Fue él quien me alentó a escribir. Y me complacía saber que además del oficio diplomático compartía también la afición a la cultura rumana, al cine italiano, ser regidos por piscis y la común procedencia abajeña.
Era Hugo un diplomático virtuoso. Además de cumplir cabalmente con las formalidades y el protocolo –sabía que las ceremonias son el fundamento de toda civilidad-, se arrezagaba los puños de la camisa sin recelo cuando había que despachar asuntos menos elegantes. Pero igual, se sentía a gusto y disfrutaba mezclarse y convivir con los demás. Poderoso motivo para aprender las lenguas de los países en los que le tocó servir.
Roma fue su primer destino. Allá fue acompañado de su familia, como agregado cultural en 1963. Allá aprendió técnica diplomática con Francisco del Río Cañedo y luego con Rafael Fuentes, el padre de Carlos. La diplomacia es un oficio –más que profesión- que se aprende en la práctica. Hugo volvió a México en 1965, para ocupar la rectoría de la Universidad Autónoma de Querétaro.
De vuelta en la diplomacia, gracias a la acción de algunas “buenas conciencias” queretanas, Hugo arribó a Londres el verano de 1967, como Consejero cultural. Hervía entonces lo que afloró al año siguiente en todas partes del mundo: el 68. En Londres trabajó con dos embajadores destacados: don Eduardo Suárez, Secretario de Hacienda con el Presidente Lázaro Cárdenas, y con Vicente Sánchez Gavito, el embajador que poco antes había dado la batalla en la OEA por una Cuba independiente.
El otoño de 1979 arribó a España, luego de varios años de trabajo en la UNAM. Allá –según relata Alejandro Pescador- cultivó amistades entrañables: Félix Grande, José Hierro, Luis Rosales, Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Rosa Chacel, Jorge Guillén y Gerardo Diego. Allá también: “Con pocos recursos y mucha imaginación –sigo a Pescador- Gutiérrez Vega metía en su auto los rollos de cinco películas mexicanas, dos exposiciones de grabados, una muestra de revistas y otra de libros. Con estos materiales recorría los caminos de España. Un día montaba una exposición de pintura en la escuela de un pueblo, y otro conseguía el auditorio municipal y proyectaba algún clásico del cine mexicano. Mostraba al aire libre las publicaciones recientes de México. Daba una charla a un público que, después de tantos años de alejamiento, se sorprendía de ver a un mexicano en suelo español…”
En los países de adscripción publicaba sus propias creaciones, y honraba y cantaba a los anfitriones en sus poemas. Ascendido a Ministro recaló en Washington en noviembre de 1983. Allí impartía conferencias sobre cultura y arte mexicanos en numerosas universidades y realizó una serie de traducciones de poetas de lengua inglesa, como Marianne Moore, Robert Frost y Wallace Stevens.
En Río de Janeiro, con la categoría de Cónsul General, tuvo una de sus más felices estancias, cultivando la amistad de Carlos Drummond de Andrade, Jorge Amado y Gilberto Freyre.
Su nombramiento de Embajador lo alcanzó y el destino lo condujo a una adscripción dorada para el poeta: Atenas. Siete años pasó en Grecia -1988 a 1995- donde ejerció además las concurrencias de Rumania, Líbano, Chipre y Moldova. Si con su estancia en Atenas Hugo mostró la madurez alcanzada de su poesía, las tensiones e inestabilidad que envolvían a Rumania y Líbano confirmaron su capacidad y habilidades diplomáticas.
En Grecia frecuentó a Odiseus Elytis, Yannis Ritsos, Tassos Denegris, a Mikis Theodorakis y a Melina Mercury, Ministra de Cultura entonces.
El calor y el sol del Caribe recibieron a Hugo y a Lucinda –quien lo acompañó a todas partes- el verano de 1995. Permanecieron en Puerto Rico dos años y meses. Conoció allí a Derek Walcot y a Aimé Cesaire, así como a varios escritores locales, a quienes siempre alentaba. Concluidos ciertos propósitos Hugo solicitó su retiro adelantado del SEM y regresó a México a dirigir La Jornada Semanal. En el diario La jornada se dio el poco común caso –el suyo- de que un poeta presidiera un Consejo de Administración.
Desde el suplemento continuó promoviendo la cultura hasta su fallecimiento, en septiembre de 2015. El mes próximo se cumplen cinco años de su deceso. Tuvimos la fortuna, en junio del 2015, de contar con su visita en Venezuela, donde participó en el Festival Internacional de Poesía. Fue ésa su última participación internacional.
El sabio humor y la civilidad con que Hugo transitaba en el comercio humano le allanaban casi cualquier propósito y poseía, además, la virtud mayor del diplomático: sabía conversar y persuadir.
CDMX – 20 de agosto de 2020
*[1] El autor es diplomático y escritor mexicano.
Tuve la inmensa fortuna de conocer y tratar a Hugo cuando coincidimos, él en Río de Janeiro y yo en Sao Paulo, como cónsules generales. Primero comparecimos juntos a la Comisión del Senado que confirmó ambos nombramientos. Luego se dio un incidente anecdótico cuando viajé a Sao Paulo, vía Bogotá, y en aquel entonces todos los vuelos internacionales a Brasil tenían que llegar primero a Río de Janeiro. Al arribar y dirigirme a librar migración, me encontré con una delegación del Consulado entre quienes estaba Emilio Gilly, que había sido compañero conmigo en Chicago. Lógicamente supuse que era un gesto de su parte el recibirme y acompañarme a migración. Pero, para mi sorpresa, no era esa la motivación, sino que en ese vuelo, sin saberlo yo, estaba llegando Hugo Gutiérrez Vega a Río. Como yo abordé ese vuelo en Bogotá, ni ´l ni yo nos percatamos de que íbamos juntos Aquello fue muy emocionante, claro. Poco después, me temo que se dio otro incidente que puso a prueba la relación, que era espléndida, entre ambos titulares. Me avisó el embajador González de León que me habían recortado el presupuesto en la SRE y, como verifiqué que a Río le habían dejado el mismo monto, sin recorte, solicité revisión. Poco después me llamó el embajador para notificar que mi petición había prosperado: Le bajaron el monto a Río. ¡Qué pena, caramba! Hablé con Hugo para disculparme, muy avergonzado, pero él se portó sereno, ecuánime, caballeroso, como simper fue.
Solo conocí al escritor, no al diplomático, sin embargo su magnanimidad en la trilogía griega (Los pasos revividos) deja constancia de un autor con un amplio bagaje literario, pero sobre todo con una profunda sensibilidad respecto a su profesión y al país que lo acogió 7 años. Hugo fue sin duda un diletante sabio,