“La naturaleza no avisa ni se anda con miramientos. Desencadena de repente su furia y se abalanza sobre tierra, mar o cielo en forma de huracanes, tsunamis, terremotos, epidemias, nevadas, ciclones, erupciones y conexos, arrollando lo que interfiere a su paso. No actúa con desconsideración ni impiedad, sólo responde a su esencia.
Algunos de esos fenómenos, sin embargo, son hasta cierto punto previsibles, anuncian o advierten su designio con horas o incluso días de anticipación. Ese margen los hace tolerables a los humanos, manejables en cierta manera. Pero no es el caso de los terremotos, los cuales poseen un fuero propio y se manifiestan de improviso con fuerza incontrolable.
De acuerdo con el registro de los movimientos sísmicos mundiales el más intenso habría sido el que sacudió a Chile el 22 de mayo de 1964, con una potencia de 9.5 grados en la escala de Richter. El segundo lugar lo disputan el ocurrido en Indonesia el 26 de diciembre de 2004, de 9.3 grados; y el de Alaska en 1964, de 9.2 grados…
Días aciagos padecimos los habitantes de la Ciudad de México y algunos estados de la república colindantes. La ciega determinación telúrica arremetió de nuevo. La naturaleza removió con violencia sus entrañas, sacudiendo una porción del territorio nacional y destruyendo la vivienda de miles y la vida de varios cientos. Una vez más queda en evidencia la fragilidad humana.
La mañana resplandeciente del martes 19 estábamos advertidos de que se practicaría un simulacro, en memoria del terremoto de 1985. Sin contratiempo, hacia las once de la mañana se escuchó la alerta –cuyo peculiar sonido inquieta o atemoriza a una parte de la población citadina- conforme a lo anunciado. De pronto, unos minutos después de la una de la tarde, el piso bajo nuestros pies dio un sobresalto y enseguida, al tiempo que la alerta se escuchaba brevemente, todo a nuestro alrededor comenzó a mecerse…”
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