
La primera vez que supe de don Sergio González Gálvez fue en el invierno de 1972, gracias a Francis y Maru Roux-Lopez, quienes gestionaron con doña Aída González Martínez que se me tuviera en cuenta para ocupar -en enero siguiente- la plaza de jefe de la biblioteca de Organismos Internacionales de la dirección general del mismo nombre, en la Secretaría de Relaciones Exteriores; yo estaba en gran necesidad pues llevaba más de seis meses sin conseguir trabajo; así, un buen día supe que me habían aceptado y que debía presentarme a laborar el 2 de enero a las 8:30 a.m. y desde luego que así lo hice. Dos días después, de la oficina del Lic. González Gálvez me citaron para saludar al director general, junto a otro compañero -Roberto González Gutiérrez- que también trabajaba para la DGOI.
Entramos luego de una corta espera, don Sergio nos saludó con gran afabilidad, nos invitó a sentarnos frente a su amplio escritorio y nos manifestó que estaba muy complacido por enterarse que dos empleados administrativos bajo su mando estaríamos participando en el concurso público general de ingreso al Servicio Exterior Mexicano, a partir del mes de marzo de ese naciente 1973. Nos expresó que era alentador conocer el interés que tantos jóvenes teníamos por el SEM de carrera y que buena falta hacía de una permanente inyección de sangre nueva y joven al servicio civil más añejo que existía en el país. Sin embargo, nos alertó, han de tener presente que así como le satisfacía nuestro interés, también deseaba un compromiso de responsabilidad para garantizar que cumpliríamos nuestro anhelo y estaríamos entre los 15 aspirantes que serían aceptados al concluir todo el proceso, pues, de no cumplirlo a cabalidad, deberíamos saber con anticipación que nuestras plazas serían para nuevos postulantes con mayor capacidad, responsabilidad y deseos de triunfar.
Luego matizó su firme expresión indicándonos que aportaría a nuestra preparación otorgándonos licencia con sueldo a partir del primer día del siguiente mes de febrero, para que contásemos con un mes completo para mejorar nuestra preparación y, naturalmente, nuestras posibilidades de éxito. Después de ello, se despidió de mano de ambos candidatos y nos regresó a nuestras actividades laborales que, en mi caso, apenas iba yo conociendo.
Los días pasaron volando y el último día laborable de ese mes de enero, su secretaria pasó a mi área de trabajo y me recordó que al día siguiente quedaba yo exento de trabajar para que dedicara mi tiempo al 100% a prepararme para los duros exámenes orales, con tres sinodales y en público, lo que me resultaba aterrador, pues a diferencia de la preparación que en otros centros de enseñanza superior se impartía, y que incluía una materia de oratoria, en la FCPS de la UNAM nunca tuvimos esa posibilidad.
Durante el mes y medio que duró la aplicación de exámenes de 8 materias académicas, al que acudimos cerca de 200 aspirantes, fueron quedándose muchos en el camino y luego de los exámenes de dos idiomas, posesión y traducción, quedamos solamente 21 aspirantes para presentar una tesis sobre un tema que se nos dio a seleccionar entre tres políticos, tres jurídicos y tres económicos, resultando que cuando todos temblábamos por saber si alcanzaríamos a estar entre quienes ganaban por mérito las plazas (yo me mantuve en los lugares 11 y 12 durante el concurso) se nos informó que por acuerdo del secretario Emilio Rabasa, seríamos todos los sobrevivientes quienes tendríamos nombramiento como miembros del SEM.
En tanto se concretaban los pasos administrativos del caso, Roberto y yo regresamos a laborar a la DGOI y prácticamente de inmediato fuimos convocados al despacho del Lic. González Gálvez, quien nos recibió con rostro de gran satisfacción, nos felicitó muy efusivamente y nos cuestionó cuáles eran nuestros intereses inmediatos ya como miembros de la carrera del servicio exterior. Roberto le expresó su deseo de permanecer al menos un par de años en el área de organismos internacionales, en tanto que yo le señalé que dada mi situación económica ruinosa, me resultaba fundamental poder salir al exterior para lograr una ansiada estabilidad, con lo que él estuvo plenamente de acuerdo; me señaló que pelearía para que mi plaza como vicecónsul del SEM se agregara a la plantilla de la dirección general a su cargo, con lo que el área se vería beneficiada. Días después presenté formalmente mi renuncia al cargo administrativo con que se me favoreció y quedé a disposición de la Dirección General del Servicio Diplomático, cuyo director general era en ese entonces el Lic. Raúl Valdés Aguilar.
Doce años habrían de pasar para reencontrarme con el Lic. Sergio González Gálvez, a quien siempre agradecí el gesto de darme un puesto de trabajo sin conocerme en absoluto, sino solamente con las buenas referencias que de mí recibió de parte de sus subalternos Aída González Martínez, Francis y Maru Roux-López. Y vino a ser nuevamente una verdadera casualidad, pues habiéndoseme ofrecido en 1985 un traslado a la R.P. de China para que tuviera yo oportunidad de ahorrar, luego de mi paso por Nicaragua, Canadá, Cuba, Costa Rica, la Unidad de Comunicaciones con el Exterior (UCE), y el consulado general en Houston, Texas, por esos imponderables siempre presentes en la rueda de la fortuna que son los traslados, resulté siendo inexplicablemente trasladado a Japón, es decir, a gastar lo poco que había ahorrado y a endeudarme severamente, por los altísimos costos de vida de Tokio, en ese momento la ciudad más cara del mundo.
Así que, ya con rango de consejero, me reencontré con don Sergio González Gálvez, quien se desempeñaba exitosamente como embajador -primera época de acreditación- ante el gobierno japonés, que en todo momento pude percibir que le guardaba gran respeto. Mi llegada fue algo caótica, pues Lucy debió permanecer unas semanas adicionalmente en Houston y luego en Los Ángeles, donde pasó a visitar a unas primas, por lo que fui yo solo quien debió buscar alojamiento, asustado por los altos costos de las minúsculas viviendas en oferta y al alcance de mi raquítico sueldo de 4,300 dólares mensuales. Logré encontrar, luego de mucho buscar, lo que el corredor de bienes raíces decía era una mansión (70 m² en dos plantas), por el cual pagaría 1,600 dólares mensuales, lo que ya apretaba mucho mi presupuesto -aún sin saber que la escuela primaria de mi hijo mayor me costaría 13 mil al año-, pero pensé que era manejable.
En la embajada sentí que mis labores iban a ser apreciadas por don Sergio, quien al verme el primer día me preguntó si ya nos habíamos conocido antes, por lo que le mencioné la anécdota del ingreso al SEM en 1973 y lo recordó. De ahí en adelante me tomó aprecio, creo yo, pues de inmediato me agregó a las juntas diarias con todos los funcionarios, me presentó como el consejero político de la representación diplomática y en pocos meses envió una comunicación a la SRE informando que, pese a la presencia de un ministro del SEM, él había tomado la determinación de que fuera yo quien asumiese el cargo de jefe de Cancillería, así comunicándolo también a Gaimusho, o sea, el ministerio de asuntos exteriores japonés; comenzó además a designarme para acudir en su representación a una gran variedad de asuntos, reuniones, recepciones, etc.
Pero en pocos meses la situación económica hizo tremenda crisis, pues el dólar se derrumbó ante el yen japonés, en escasos 30 días, pasando el tipo de cambio de 130 a 265 yenes por dólar, en tanto que los precios locales se mantuvieron; lo que hizo que mi ingreso se esfumara, pues, por ejemplo, la renta de la casa se duplicó, pasando a 3,200 dólares, lo que me dejaba con solamente 1,200 para afrontar el resto de gasto esencial e indispensable.
Mucho lo hablamos en las reuniones diarias y don Sergio inició un bombardeo permanente a las autoridades de la SRE demandando que se encontrara una solución, pero era el mío el caso más brutal, pues recién llegado y con la necesidad de adquirir mobiliario prontamente me desfondé y comencé a recurrir a mis escuálidos ahorros. Aquí surgió otro ángel de la guarda llamado Carolina Díaz Garduño de G.G., a quien mi esposa Lucy le confió nuestra angustiosa penuria, y quien instó al embajador a atender mi caso ya desesperado, pues pasaban las semanas y los meses y la SRE daba vueltas al asunto.
Ante tal parsimonia, González Gálvez adoptó, como era su costumbre, decisiones radicales; convocó al agregado administrativo Renán González Acosta, quien era soltero y disfrutaba desde casi 15 años atrás de vivir en el 4º. Piso del edificio de nuestra embajada -lo que le permitió adquirir varias propiedades en México, según él mismo me confesó- y le comunicó que debía desalojar el departamento para que otros con mayor necesidad -mi esposa, mis dos pequeños hijos y yo-, pudiésemos ocuparlo a la mayor brevedad. Con ello, pude respirar y esperar que casi un año después la SRE acordase con la SHCP la creación de un concepto denominado algo así como “factor de ajuste por pérdidas en el tipo de cambio”, que trimestralmente nos representaba un dinero extra que equivalía a 60% de nuestro ingreso mensual, lo que fue nuestra tabla de salvación.
Estoy consciente que no solo en Japón sufrimos ese deterioro económico y que otros embajadores también alzaron la voz para solucionarlo, pero seguro estoy también que la constante presión que ejerció casi a diario el embajador González Gálvez fue fundamental para la consecución de ese alivio económico que sacó a un buen número de miembros del SEM de una segura bancarrota.
No solamente eso, sino que con la querida Caro, tomó por costumbre invitarnos a salir para olvidar por algunas horas la enorme tensión y sofoque que nuestra aguda crisis nos producía; estábamos casi a un nivel de hambre, pues recuerdo, nuestros fines de semana con Tonatiúh y Andrés, consistían en visitar los jardines del palacio imperial para dar de comer a las palomas y patos que ahí abundaban y después ir a McDonalds para que los niños comiesen una hamburguesa, pues no alcanzaba para más.
Muy largo sería incluir en este humilde homenaje, todas y cada una de las veces que pude sentir el aprecio que me tenía don Sergio, no solamente durante nuestra adscripción en Japón, sino después a su paso por la subsecretaría para América Latina y el Caribe, cuando me trajo para apoyarlo desde la dirección de área para Centroamérica y el Caribe, siendo protagonista de tantas gestiones, de las negociaciones de los acuerdos de paz acuerdos de paz de El Salvador y Guatemala; de los numerosos viajes en que le acompañé en sus misiones extraordinarias por las regiones que me correspondían, en todas las cuales siempre me tuvo presente, preguntándome mi punto de vista aunque no resultara favorecido, pero dispuesto a escuchar opiniones diversas a la suya. Espero llegar a narrarlo con detalle en mis escritos que desarrollo sobre mi vida en el SEM.
Así era y siguió siendo siempre el Embajador Emérito Sergio González Gálvez: no solamente un funcionario capaz, responsable y competente, sino también un jefe preocupado constantemente porque el personal a su cargo se encontrara contento, satisfecho y a salvo de las vicisitudes de un mundo cambiante, un ser humano en toda la amplitud del concepto, que hasta sus últimos días estuvo aconsejándonos y apoyándonos a quienes pertenecimos al grupo de embajadores jubilados que por más de quince años ha combatido, y que finalmente parece haber sido escuchado, para que quienes llegamos a lo que nuestro colega Leonardo Ffrench Iduarte ha denominado “la jubilación sin júbilo”, recibamos un pequeño apoyo adicional, que para muchos de nosotros será nuevamente una tablita de salvación para no ahogarnos y que, siguiendo el ejemplo de lucha por la verdad y la justicia que fue su insignia, pronto retomaremos para demandar lo que realmente nos corresponde.
Hasta siempre, Embajador Sergio González Gálvez, el jurista reconocido internacionalmente, el asesor preciso y confiable, el jefe justo, el maestro, el compañero, el defensor, el amigo. Descanse en Paz.
*El autor es embajador jubilado del Servicio Exterior Mexicano
Caluroso relato sobre el entrañable amigo, maestro y jefe. A la vez muy interesante y descarnado, detallando episodios de penurias y carencias propias, que muchos otros hemos compartido en algunos tramos de la carrera.
Estimado César, comparto tu comentario con el autor (para el caso en que él no lo haya leído).
Un abrazo y que todo vaya bien con tu salud y la de tu familia.
Antonio Pérez Manzano
Ya estando con 62 años a cuestas y habiendo sido trasladado a México, fui destinado a la Dirección General para América Latina, en la que permanecí casi tres meses sin hacer nada. Por fin, gracias a las gestiones de un amigo que era presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados, me comisionaron en la misma en calidad de asesor. Pero poco me duro el gusto, ya que a los pocos meses hubo cambios y retorne a la SRE, donde me esperaba un tedioso trabajo de hacer nada nuevamente, hasta que un día me mando llamar el Director General de Personal para indicarme que el Embajador Sergio González Gálvez se había enterado de que yo estaba sin hacer nada en la Dirección General para Amarice Latina y que deseaba hablar conmigo. Me recibió muy amable y me pidió que colaborara con él en la Asesoría Especial de la entonces Secretaria de Relaciones Exteriores Rosario Green. En el año 2000 cumpliría 64 años y ya veía la jubilación sobre mi y estaba en condiciones económicas muy malas, así que le pedí al Embajador González Gálvez que me ayudara a conseguir una última adscripción en el exterior para poder ahorrar algo de dinero. Dicho y hecho. un día de mayo me dijo tenia una entrevista con el Subsecretario Icaza, quien me comunicó que ya estaba listo mi traslado a Manila, en las Islas Filipinas, a donde arribé en julio de ese año. Para despedirnos nos invito a mi esposa y a mi a uno de esos clubes exclusivos del sur de la ciudad y nos acompañó su esposa. No dejó de impresionarnos se partida, y lo único que deseamos es expresar nuestro agradecimiento por sus gentilezas y que descanse en paz, como se lo merece, pues era, aparte de todos sus méritos profesionales, un hombre bueno.