
A raíz del drama multifacético en que se convirtió la celebración en Querétaro, del aniversario de nuestra Carta Magna, se han multiplicado las interpretaciones de ésta, en parte por el contenido crítico de los discursos, pero sobre todo, a mi juicio, por la sorprendente aseveración del presidente López Obrador de que las reformas a la constitución son en su mayoría de “la etapa neoliberal” y hay que eliminarlas.
Todo eso encaja en la naturaleza de un muy popular cuestionamiento enmarcado en el título genérico y ubicuo de “Reforma del Estado”, interpretado de muy diversas maneras. De entrada, parecería que se trata de analizar la revisión de uno de los elementos del Estado, no a todo él, pues no veo cómo se pueda avanzar en la revisión de los conceptos de territorio o población. El tema ha sido objeto de análisis exhaustivo sin resultados palpables, y todo indica que no hay consenso respecto del significado del asunto, ni de sus alcances, peor aún ahora que se pone en entre dicho un enorme número de reformas calificadas simplemente como “neoliberales”.
Por añadidura, frecuentemente se ha hablado de elaborar una nueva constitución a partir de por lo menos tres justificantes:
- El excesivo número de reformas y adiciones sufridas durante su vigencia;
- La falta de cumplimiento de muchos de sus preceptos; y
- La necesidad de revisar el sistema, sobre todo como resultado del cambio, ocurrido el 2 de julio del 2018, es decir, intentar una verdadera Reforma del Estado.
Creo percibir ahí dos enfoques no necesariamente compatibles entre sí, y también dos distintos caminos a seguir. Uno busca revisar la Constitución, entendida ésta como codificación de normas, como suma de artículos. En ese caso se trataría de actualizarla para darle otro enfoque, moderno, aunque su uso sea el mismo y los componentes esenciales sean también idénticos. En otras palabras, no se trata de convertir el auto en tractor, sólo de modernizar el auto existente. En este caso se vislumbran innovaciones como las que se debaten en materia electoral, la controversia sobre energía, más todo lo que resulte ser neoliberal según la idea que de eso se tenga en el partido dominante.
Pero básicamente sería el mismo sistema presidencial, la misma división de poderes, el régimen federal, etcétera.
El otro punto de vista es mucho más complejo pues se propondría revisar el sistema mismo. Aquí se trataría de crear una nueva Constitución, es decir, de convocar a un Congreso Constituyente y por tanto no habría reservas en cuanto al alcance, ni temas intocables, ni tabúes. El Constituyente podría optar por un sistema parlamentario, centralizado, por ejemplo.
Respecto del inusual cúmulo de modificaciones a la actual Carta Magna, colección de remiendos y parches sin mucho orden, más que definirlas como neoliberales sostengo que son producto de la falsa creencia de que elevar a nivel de ley suprema una disposición garantiza su permanencia. La reforma agraria y los derechos de los trabajadores, se plasmaron en la Constitución y con ello se enfatizó su relevancia, a pesar de que sus normas no son constitucionales.
Hay muchos más ejemplos de ese proceder.
Ahora bien, por razones políticas del todo conocidas, el presidente tuvo hasta hace poco la capacidad de enmendar preceptos constitucionales a su libre arbitrio, con innegable sumisión de los legislativos federal y estatales. Ello dio al traste con la supuesta inmovilidad de las normas plasmadas en la ley suprema y no sólo derrotó el propósito, sino que complicó las cosas.
Los preceptos reglamentarios o secundarios pueden adaptarse a la siempre cambiante realidad a través del proceso legislativo, o sea de los poderes constituidos (el Congreso de la Unión); mientras que si se insertan en la Constitución se hace indispensable recurrir a otro tipo de poder, el llamado Constituyente Permanente (el Congreso más las legislaturas de los Estados), a fin de adecuarlos.
Cada cambio en la naturaleza de las relaciones laborales, por ejemplo, puede traducirse entonces en un nuevo “parche” a la Constitución. Las verdaderas normas constitucionales son por definición de carácter permanente, intocable, inmutable. Hablar de una nueva arquitectura constitucional presupone que no se abrirían a discusión temas como las garantías individuales, la división de poderes, el sistema federal, la democracia, ni los objetivos nacionales (independencia, soberanía, etc.)
Si la Constitución se integrara únicamente con esa clase de preceptos, los permanentes, los inmutables, no habría necesidad de tocarla con frecuencia, pero la inclusión de todo tipo de normas no constitucionales ha obligado a revisarla y a adecuarla. No se trata aquí de minimizar o negar la importancia de ciertos preceptos, ni mucho menos sugerir su cancelación; sólo señalamos que podrían y tal vez deberían estar en leyes y reglamentos, no en la Carta Magna. En pocas palabras, habría que sacar de la Constitución todo lo laboral, agrario, electoral, etc.
Ahora bien, la necesaria reconstrucción o reparación del ya desgastado vehículo puede hacerse a través de los poderes constituidos, pues no se trata de negar la Constitución, sólo de renovarla. Dicho de otra manera, el procedimiento de renovación se regiría por las disposiciones de la propia Carta Magna, que establece las reglas para su reforma, adición o modificación.
No importa cuán radical fuese la operación, estaría inserta en el actual régimen constitucional, pues las normas esenciales no cambiarían y las no esenciales sólo serían reubicadas, no revocadas. Por supuesto esto requiere una amplia consulta, sobre todo para dilucidar cuáles serían esas normas primigenias, pero el estado de derecho se respetaría y se cumpliría con el propósito de contar con un “nuevo ordenamiento”, aunque en realidad se trate de la misma codificación de normas.
El otro enfoque es más radical, implica la negación de la actual ley suprema y sólo puede realizarse fuera del orden legal establecido.
En efecto, la Constitución no prevé la figura del Congreso Constituyente. El más reciente ejemplo de convocatoria a un Constituyente fue con el fin de legalizar poderes de facto, resultantes de una revolución. Las asambleas constituyentes son casi siempre inconstitucionales, pero se legalizan precisamente al entrar en vigor la nueva Carta Magna. ¿Con qué fundamento jurídico podría convocarse a una Asamblea Constituyente? ¿Quién está autorizado legalmente para manejar la elección y quién califica para ser Diputado al Congreso Constituyente?
No es que se niegue la posibilidad de llegar a un consenso respecto de cambios sustanciales, fundamentales; pero si ello aconteciera tendría que violentarse el orden jurídico actual; no podría darse dentro de éste. Convocar a un Congreso o Asamblea Constituyente carece de sustento legal. Si nadie propone en serio convertirnos en monarquía, si los límites de la ingeniería constitucional serían aprobar la segunda vuelta en elecciones presidenciales o llamarnos simplemente México; hay que dejar de hablar de “nueva Constitución” y sujetarnos a los términos que la ley suprema establece para su reforma o adición. Y sacar lo electoral de la misma.
Pero si ha de considerarse cambiar el régimen presidencialista para convertirlo en parlamentario, habría que ponderar si ese cambio afecta normas constitucionales esenciales, lo cual supone convocar a un congreso constituyente, cosa no prevista en nuestro sistema legal actual. En otros países se prevé que, si cierto porcentaje de legislaturas estatales así lo aprueba, es posible convocar a un congreso constituyente, tal vez habría que empezar por legislar a este respecto. En otras palabras, el constituyente permanente podría incorporar en el texto constitucional el mecanismo para esa convocatoria, de suerte que crear una nueva Carta Magna no fuese por naturaleza inconstitucional.
Si ha de llegarse a ese extremo, propongo que se limite el contenido de la Constitución a las normas materialmente constitucionales, que se trasladen todas las demás normas a leyes reglamentarias, sólo así se pondría coto a la avalancha de reformas, adiciones y modificaciones. Obviamente estoy lanzando una provocación, cierto de que habrá voces disidentes y opiniones más calificadas; de eso se trata, de provocar el debate.
8 de febrero de 2023
*El autor es embajador de México
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