Una manera poco común de conocer la Ciudad de México es a través de sus entrañas, preñadas de piedra, minerales y prurito sísmico.
Las coordenadas del Metro de la CDMX cubren el territorio central de la comarca y concentran el monopolio de la movilidad. Nada hay que se le compare.
El Metro de la Ciudad de México fue inaugurado en septiembre de 1969. Es el mayor sistema colectivo de transporte público en el país, transportando a millones de personas cada día.
Constantemente debe renovarse. Para que haya cambio verdadero y continuidad, algo debe ser renovado. La CDMX sacude entonces la indolencia, se despereza, afloja los músculos si ha de continuar su marcha intemporal.
Con gestos casi nimios, no con epopeyas, las Autoridades de la Ciudad, para sobrevivir, también se mueven. Como el viernes 26 de enero reciente, cuando anunciaron la emisión del último lote de boletos -el último boleto- del Sistema de Transporte Colectivo Metro. Se trataba de una edición especial, por catorce millones de unidades, conmemorativa de cincuenta y cinco años en operación.
Subsistían sólo dos líneas -la 2 y la 3- con el uso de boletos de cartoncillo magnético, las cuales quedaron incorporadas al conjunto que opera vía electrónica, a partir del 29 de enero. Concluía así, señaló el anuncio de las autoridades, “el proceso de modernización del sistema de peaje”.
Los seres y las cosas evolucionan para perdurar. Quien se detiene o rezaga, se reintegra a la nada.
A su enorme capacidad de transporte, el Metro añade el hecho de constituir un medio limpio, esmerado, que no contamina. Casi todas las grandes ciudades cuentan con este sistema, que no es otra cosa sino un descendiente evolucionado del tren, del ferrocarril.
En enero de 1863 se puso en marcha en la ciudad de Londres la primera corrida con locomotoras de vapor, hazaña que desató un frenesí en muchas ciudades por imitarla. A Londres siguió Nueva York, quien el mismo año de 1863 echó a rodar su primera línea.
Manteniendo su esencia, los ferrocarriles se han modernizado hasta llegar a los deslumbrantes Trenes de alta velocidad o los rápidos, limpios y eficientes convoyes del Metro.
Nada más grato que viajar en tren, clamaba Azorín hace más de un siglo, opinión con la que concuerda con él multitud de aficionados a ese modo de transporte, un mecanismo de movilidad privilegiada, segura y veloz, además de un espacio expuesto a la civilidad y la convivencia.
Los usuarios y la población en general, más allá de algunas contingencias, así lo reconocen.
No exento de humor, Chesterton opinaba que cada vez que un tren llega a una estación, siente que el hombre ha ganado una victoria al caos.
A su razón de ser, que cumple razonablemente, el sistema del Metro agrega limpieza, eficiencia y monumentalidad.
Con todo, a veces los cuidados -propios y allegados- son insuficientes. Hace unos años la Ciudad de México perdió la gracia de ser considerada la región más transparente.
Los espacios del Metro -muros, ductos, pasajes- se avienen naturalmente con la exhibición y muestra de las artes plásticas, con la música, con la literatura y otras artes. Cuenta con amplios espacios aprovechables para esos fines y su potencial educativo y cultural es considerable. Caben ahí la poesía, el esparcimiento y el civismo, desde luego.
A lo que no parece hallarse alternativa todavía, es a la previsión malthusiana. El crecimiento de la población se mantiene constante y las ciudades extienden sus tentáculos y se apoderan de cualquier espacio asequible.
¿Volverá algún día a prevalecer la naturaleza con todos sus fueros?
CDMX, abril de 2024
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