Dado que en este año se cumplirá el LI aniversario de los lamentables hechos que tuve el casual infortunio de testificar, me decidí a escribir respecto a los recuerdos que están grabados en mi memoria.
Era el 30 de diciembre de 1960, teniendo yo a esa fecha 11 años cumplidos. Me encontraba frente a nuestra casa, jugando con mis canicas solitariamente a “la roncha”, juego que consistía en sacar de un círculo que dibujábamos en la tierra, pues no existía aún pavimento, el mayor número posible de canicas, que naturalmente cambiaban de dueño para quien tuviera una mejor puntería; a poca distancia, Javier Gómez y Luis Flores, que fueron mis mejores amigos de la cuadra, pero que teníamos cerca de dos meses de estar distanciados por causas para mí completamente inexplicables.
Con ellos y otros amiguitos más compartimos durante nuestra infancia muchas horas de juegos muy variados; de paseos al campo para cazar víboras; de capturar escarabajos de color verde, porque los negros creíamos que tenían veneno, que llamábamos genéricamente Tomayates, subiéndonos a los árboles o jalando las ramas del Guamúchil, donde hervía de esos insectos quizás por ser su alimento preferido, para luego jugar con ellos como si fueran minúsculos helicópteros, amarrándoles un hilo a una pata hasta que se les desprendía y, liberados, volvían a sus árboles y su corta vida; de relatos escalofriantes con consejas y leyendas pueblerinas sobre La Llorona, el diablo y otros seres imaginarios pero que igualmente nos ponían los pelos de punta, y de muchas otras puntadas que caracterizaron nuestra aún temprana edad.
Estaba pues jugando mis canicas cuando escuché el inconfundible ruido que hacen las botas de los militares cuando marchan disciplinadamente; vimos sobre nuestra calle, Emiliano Zapata, que bajaba un pelotón. Suspendimos nuestro respectivo juego al verlos aproximarse a nosotros y recogimos nuestras canicas para que no se las llevaran al marchar sobre ellas. El contingente era encabezado por un oficial -le pude ver una barra sobre el uniforme- que usaba lentes de armazón quien, al llegar a cierta distancia de nosotros nos indicó: “niños, métanse a sus casas, porque ahora sí les vamos a dar su fin de año a los revoltosos”. Asustados, aceleradamente nos metimos a nuestras respectivas viviendas. Entré y grité a mi madre, quien se encontraba en casa pues llevaba meses sin atender sus responsabilidades como directora de la escuela de comercio de la Universidad de Guerrero, que desde la cocina me respondió: ¿qué quieres, hijo? Llegué a la cocina pasando el pequeño patio central y entré, viendo a mamá con Docha (así llamábamos a la empleada doméstica que hacía cierto papel de nana nuestra) y la cocinera, que estaban atareadas preparando alimentos. Lleno de nerviosismo informé rápidamente a mi madre lo que nos había dicho el oficial y, sin dudarlo, mi madre me dijo: cierra la puerta y ponle el aldabón, lo cual hice rápidamente.
En verdad la situación en Chilpancingo me era incomprensible. Fui testigo de que el inicio del problema estudiantil pareció ser muy temporal, pues realmente cerraron los accesos al plantel un grupo que no llegaba a 20 jóvenes liderados por el estudiante Jesús “Chucho” Araujo. Por lo que llegaba a escuchar de las conversaciones de mis padres, había un problema político en el estado por cuestiones que definitivamente no llegaba a entender, más allá de la situación universitaria. Lo que me dolía era el resultado, pues de forma impensada, mis amigos dejaron de dirigirme la palabra y me convertí, junto a mis hermanos Sergio y Marina, en sombras que ya no nos juntábamos con los demás niños de la cuadra, los Pepes, los Mercado, los Gómez, hijos de “el Chunco”, nuestro peluquero y Luis, hijo único de doña Chilo, la de la Tienda 1-2-3, “el Titarí” Bernardo Castrejón y otros más cuyos nombres ya no guardo. En la cuadra estaba también la tía Enriqueta Queta Cabañas, que vivía solitaria pues nuestra tía bisabuela, doña Elpidia, a quien decíamos “Tiapi”, falleció dos o tres años antes. En la cuadra vivía también, soltero, un funcionario estatal que trabajaba con mi padre, que poco tiempo atrás y tras una larga carrera en el servicio público estatal, había sido ascendido de contralor general de Hacienda a director general, lo que equivaldría ahora a secretario de finanzas. Por ello, y por así decirlo, los mencionados en última instancia éramos los “gobiernistas” de la cuadra.
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Era la época del unipartidismo del PRI, del carro completo de los hijos (ya más bien nietos) de la Revolución Mexicana, en que prácticamente no existía oposición política más allá de unos débiles panistas, a quienes popularmente se les tildaba de “mochos y persignados” y un PPS que para sobrevivir bailaba al son que le impusiera el gobierno en turno. De ahí la rebeldía de la juventud estudiantil. El gobernador, general Raúl Caballero Aburto, no era un político experimentado y desconozco si buscó el cargo, pero fue seleccionado desde la capital del país, como sucedía normalmente, y conforme a los designios del presidente de la República en turno; dada la historia de rebeldía del pueblo guerrerense, pareció ser escogido para sofocar cualquier foco de descontento popular, real o ficticio, fuera de los trabajadores del campo, de los pocos obreros existentes en esa época o de los servidores públicos. Pero insospechadamente, los problemas surgieron entre el estudiantado universitario que demandaba la autonomía plena para la Universidad que tenía apenas meses de haber sustituido al Colegio del Estado, pero que su ley constitutiva se quedó corta al no incluir mención alguna a la autonomía.
Cierto es que se han escrito muchas páginas sobre el conflicto estudiantil y su muy rápido crecimiento y que se atribuyó precisamente a la falta de preparación e insensibilidad política del gobernador, que como militar sabía obedecer y mandar, lo que desde su toma de posesión le causó problemas con la combativa Asociación Cívica Guerrerense, que encontró un aliado de oportunidad en los universitarios que el 21 de octubre de 1960 lanzaron su movimiento de huelga.
Yo veía y escuchaba esos temas tan alejados del comienzo de nuestra pubertad en forma casi obligatoria, pues nuestra casa quedaba a tan sólo tres cuadras (de no más de 50 metros cada una) de la universidad y nos era imposible no escuchar las arengas y discursos que mediante parlantes a todo volumen se lanzaban al pueblo chilpancingueño las 24 horas del día, con espacios en que se tocaba el himno nacional repetidamente, hasta que el disco se les rayaba y debían conseguir un nuevo ejemplar.
Fue de ese encono social convocado por los huelguistas y la asociación cívica que, de la noche a la mañana mis hermanos y yo, nos vimos hechos a un lado abruptamente, sin explicación y también sin excepción. Simplemente se nos retiró la amistad y el habla siguiendo las directrices de los dirigentes radicales que surgieron al calor del movimiento huelguístico que, dentro de las instalaciones universitarias siguió dirigiendo Jesús Araujo, quien presumía de simpatizar con Genaro Vázquez Rojas quien para ese entonces ya hacía guerrilla en las montañas del Sur; pero con el paso de los años, Chucho Araujo terminó como disciplinado miembro del PRI, al que me parece recordar que representó como diputado local en el estado.
No pretendo restar ni importancia ni justificación al movimiento estudiantil y popular que se desarrolló entre fines de octubre y el 30 de diciembre de 1960, pues mi conocimiento del trasfondo político de todo el entramado es muy escaso, pero a la luz de mis experiencias y vivencias posteriores, convencido estoy de que esa lucha estuvo en línea con los anhelos de la población guerrerense, aunque como con frecuencia ocurre con los movimientos sociales contestatarios de un Poder medianamente opresivo, puedo apuntar con certeza de no equivocarme, que fueron infiltrados e influidos por sectores políticos con agenda propia. De las conversaciones de los mayores que me rodeaban, tanto en casa como fuera de ella, sí recuerdo que se decía que el general Caballero Aburto había sido seleccionado por el presidente Adolfo López Mateos pasando por los deseos y ambiciones expresos de su secretario de la Presidencia, el guerrerense Donato Miranda Fonseca, de quien se comentaba que había jurado que de una u otra forma buscaría gobernar el estado y que, supuestamente, tenía enorme influencia en la mencionada Asociación Cívica Guerrerense.
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Tan solo unos minutos después que cerramos las puertas, por los altoparlantes escuchamos la voz entrecortada y medrosa de un huelguista, que alertaba a la población que el ejército se concentraba ante el campus universitario y que parecía tener órdenes de entrar y desalojar por la fuerza a los huelguistas. Luego, otro estudiante, quizás Jesús Araujo, tomó el micrófono y lanzó arengas aún más emotivas instando a los chilpancingueños a impedir la agresión de la tropa, e incluso al ver que aparentemente era todo el batallón asentado en la capital el que tomaba posiciones, dicho líder gritaba desesperado demandando a la gente que trajera consigo a sus hijos, pensando quizás que así el ejército daría marcha atrás en el asalto del edificio universitario.
Con la puerta cerrada, nos preguntábamos qué podría estar sucediendo afuera, pues solo escuchábamos gritos difícilmente comprensibles, a través de las gruesas paredes de adobe de la casa; de improviso hubo un estruendo que mi madre reconoció como disparos de armas de fuego, por lo que nos ordenó alejarnos de la entrada principal de la casa, yéndonos hasta la parte trasera. En tanto, por unos minutos que me parecieron eternos, el ruido de armas se hizo ensordecedor al igual que el griterío de la gente que buscaba protegerse de las balas. Después, se hizo un silencio ominoso.
Mientras observaba a mi madre claramente angustiada por lo que acontecía, ella se cuestionaba si mi papá se encontraría fuera de peligro en sus oficinas de Hacienda del Estado; yo, algo superado el susto, trataba de explicar a Docha lo que pensaba había sucedido. Le decía yo que los soldados se habrían tirado pecho a tierra para evitar el fuego contrario o en cuclillas (imitando mis soldaditos de plástico) y se lo demostraba haciéndolo yo mismo, cuando mi hermano Sergio me empujó al tiempo que gritaba ¡Cuidado¡ y señalaba hacia una persona que se asomaba por una ventana del segundo piso del inmueble que daba a nuestro patio trasero con un rifle, que disparó; un instante después una bala impactó en nuestro tejado, corriendo yo despavorido a esconderme, mientras Sergio tomó el rifle Walter de papá y disparó a su vez, atinando a la enorme pared encalada del inmueble.
Mamá se apercibió de esa situación y nos forzó a mantenernos bajo cubierta, para no ser vistos por el francotirador; así pasaron quizás un par de horas en que en el exterior de la casa reinaba un silencio absoluto, casi sepulcral. Luego de ese lapso, pudimos escuchar que alguna gente hablaba ya enfrente de nuestra casa y tomando toda la precaución posible en apego a las órdenes de mamá, finalmente abrimos la puerta. Con asombro y terror, Sergio y yo observamos el cuerpo sangrante de un hombre, a tan solo un par de metros de nuestra puerta de entrada. Poco más hacia la universidad llegando a la calle Galeana, en nuestra misma cuadra, nos dimos cuenta de otros dos cuerpos que la gente que salía de improvisados refugios de las casas cercanas pedía mantas u otro tipo de tela para taparlos. Del ejército no había traza alguna en nuestra cuadra, aunque rumbo a la Universidad sí se veían contingentes que removían el cúmulo de muebles y escombros que los estudiantes habían amontonado para ilusoriamente dificultar que la tropa entrara al campus.
Regresamos hacia la casa y continuamos hacia la esquina de Zapata y Soberón y Parra; ahí también pudimos observar otro cuerpo que ya había sido cubierto por los vecinos; fue estando ahí que escuchamos una versión de cómo comenzaron los terribles acontecimientos de ese infausto día, aunque cada testigo tenía detalles diferentes. Así, pude oír que se aseguraba que un trabajador de la compañía de luz y fuerza, supuestamente alcoholizado, se subió a un poste para colgar una manta, arengar a la gente y lanzar insultos a los gobiernos federal y estatal, por lo que un soldado le ordenó descender. Luego de descender, el electricista habría esgrimido una botella en su mano lanzándose contra el soldado, que le disparó matándolo instantáneamente.
Acto seguido, decían que se generalizó la trifulca y que parecía haber un saldo de al menos 15 personas muertas, entre ellas un soldado y otro número indeterminado de heridos. Trataba de escuchar lo más posible para ir a decirle a mi madre, cuando vi a mi papá que caminaba bajando por Emiliano Zapata, tal y como era su costumbre de larga data; Sergio y yo corrimos a abrazarlo y nos llevó de regreso a casa, donde mi madre lo amonestó por haberla tenido en tanta angustia.
Supimos poco después que efectivamente el ejército había desalojado de la Universidad de Guerrero a los huelguistas y que los había llevado a la cárcel y al cuartel del batallón residente en Chilpancingo, para evitar que la población intentara liberarlos en nuevas acciones de violencia que hubieran agravado aún más los acontecimientos y que no podían descartarse, dada la combatividad que ha caracterizado históricamente al pueblo guerrerense.
Al caer la noche hubo un gran silencio, que ocasionalmente era interrumpido por ruidos lejanos que pudieran haber sido disparos aislados. Casi no dormimos por la angustia acumulada. Pero al llegar la mañana, el encono social llegó a un peligroso clímax, pues se notaba furia en el rostro de la gente y se desataron desmanes en oficinas gubernamentales. Seguro estoy que esa fue la razón para que mis padres decidieran esa misma mañana viajar a la ciudad de México para ahí recibir el año nuevo y esperar la evolución que el caso tuviera, pues el asunto se convirtió en gran escándalo en la prensa nacional.
Apenas llegados a la ciudad de México, en casa de la tía Josefina y su esposo, el general revolucionario Enrique Martínez Guevara, recuerdo que mi padre recibió una llamada telefónica del gobernador Caballero Aburto, quien le dijo saber que mi padre había tomado el dinero existente en la caja fuerte de la Dirección de Hacienda y le exigió que le devolviera “su dinero”. Mi padre le informó que, efectivamente había retirado el dinero por seguridad, pero que eran 5 millones de pesos, propiedad del Estado de Guerrero, que al aclararse la situación volverían a las arcas estatales.
De esa forma, el 4 de enero de 1961, el Senado de la República decretó la desaparición de los poderes en el estado de Guerrero, y se nombró un gobernador provisional en la persona de Arturo Martínez Adame. Fueron liberados algunos de los estudiantes que se encontraban detenidos y, al mismo tiempo, se desató gran violencia del populacho, agrediendo a las personas que trabajaron para el anterior gobierno y que habían continuado laborando por su necesidad de subsistencia, dándose casos vergonzosos de venganza atroz, en que mujeres fueron desnudadas públicamente, y se les lanzó jitomates, en una lamentable muestra de odio desenfrenado e ignorancia política.
Nosotros, por decisión de nuestros padres, que temieron por nuestra seguridad y bienestar, ya no regresamos a Chilpancingo hasta diez años después y debimos iniciar una nueva etapa en nuestra vida en condiciones económicas extremadamente difíciles pues el poco ahorro logrado por mis padres se esfumó en unos meses, mientras ellos buscaban trabajo para continuar sosteniéndonos.
Tan pronto se comunicó la desaparición de poderes, mi padre viajó a la capital guerrerense para presentar su renuncia y hacer entrega de los asuntos a su cargo, siendo el único funcionario del gobierno de Caballero Aburto que habría de presentarse a cumplir con tal obligación. Entre esos asuntos, incluyó los 5 millones de pesos que salvó y los entregó al gobernador nombrado, Arturo Martínez Adame, quien se burló de mi padre diciéndole que podía habérselos guardado, pues en medio de los desmanes de días anteriores, la caja fuerte de Hacienda fue dinamitada y no había rastro del contenido. Pero mi padre no se inmutó; permaneció en Chilpancingo por espacio de una semana para entregar al dueño la casa en que habíamos habitado desde que tengo memoria de mí. En todo ese tiempo, mi padre deambuló por la ciudad y se encontró con muchos conocidos y antiguas amistades, ninguno de los cuales tuvo razón alguna ni intentó agredirlo o insultarlo, pese a haber sido injustamente incluido en la lista de ladrones y asesinos del defenestrado gobernador, pero exigió a la Asociación Cívica Guerrerense que se retirara su nombre, mostrándoles incluso el recibo firmado entre risas por el nuevo sátrapa/gobernador.
Los informes forenses de la época indicaron que de las personas fallecidas, a solamente tres se les extrajeron proyectiles disparados por las armas reglamentarias del ejército mexicano, en tanto que los otros decesos se debieron a balas de diversos calibres, incluso escopetas, lo que de ser cierto indicaría que hubo una matanza entre civiles y quizás con el claro objetivo de incrementar el número de víctimas, y ello obligara a la adopción de las medidas tan extremas como fue la defenestración del gobernador electo.
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Lo cierto del doloroso asunto es que nada cambió en mi terruño en beneficio popular; la caída de Caballero Aburto fue la séptima de un mandatario estatal y no fue por cierto la última, pues los malos gobernantes han continuado siendo electos, en una tierra olvidada por el poder central, donde los cacicazgos mantienen un poder como no se ve en otros estados de la República Mexicana, que manipulan elecciones y todo el aparato de justicia.
Tampoco fue, por desgracia, la última matanza en Guerrero pues luego ha habido otros casos más que continúan siendo ejemplo de impunidad de los perpetradores, ahí está el caso de Aguas Blancas y Ayotzinapa, para solo mencionar los más conocidos.
Guerrero fue el centro de los movimientos guerrilleros de los años 70/80, con dirigentes/mártires como Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, cuyas luchas fueron sofocadas con enorme violencia por los gobiernos federales de Díaz Ordaz y Luis Echeverría; cuando incluso el gobernador y magnate del pulpo camionero de Guerrero, Rubén Figueroa fue secuestrado y retenido por espacio de dos meses según recuerdo; habría de ser finalmente con el presidente José López Portillo, que se logró la reinserción social de los combatientes expatriados tras una amnistía.
Pero con enorme pesar hemos visto los guerrerenses, residentes y forasteros, que no parece haber un avance sostenido, palpable, medible, en la mejora de las lamentables condiciones de desigualdad económica y social, por lo que el estado de Guerrero continúa siendo de los primeros en pobreza extrema y discriminación contra nuestros pueblos originarios, lo que igualmente lo ha convertido en terreno fértil para el crecimiento del narcotráfico.
Al llegar al poder Andrés Manuel López Obrador, ha surgido una fundada esperanza de que con el proceso de transformación que se desarrolla en México, Guerrero sea final y realmente incluido y nuestra gente pueda por fin comenzar a ver una luz al final del oscuro túnel.
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