Casi todos conocemos, o creemos conocer, algunas anécdotas que, real o supuestamente, han ocurrido en la trayectoria profesional de diplomáticos mexicanos o de otras nacionalidades. Para conocer estas últimas en abundancia tan sólo habría que leer el libro “La fin des Ambassades” (El fin de las Embajadas) del escritor francés Alain Peyreffite.
En esta columna me propongo relatar someramente algunas anécdotas reales ocurridas en los últimos cincuenta años a diplomáticos mexicanos en diversos lugares del planeta. Por consideración a sus “actores” omito sus nombres en aquéllas que causan pena ajena, por decir lo menos…
EN TOKIO
Durante uno de los banquetes anuales a los que invitaba el Emperador Hirohito a todo el cuerpo diplomático con motivo de su cumpleaños, al Consejero para Asuntos Políticos de la Embajada de México, ataviado con su mejor cravate blanche (o frac) y practicando la cleptomanía de coleccionista que en ocasiones nos caracteriza a muchos, se le antojó esconder en uno de los bolsillos de su elegante atuendo, un finísimo cenicero de porcelana, para llevárselo como recuerdo de tan memorable ceremonia.
Cuál no sería la vergüenza que invadió al Embajador de nuestro país y a sus demás acompañantes que, al formar la cola de despedida de la cena, el Jefe de Protocolo, de pie junto al Emperador, detiene momentáneamente al Consejero para Asuntos Políticos y, delante de todos los demás diplomáticos que estaban a punto de agradecer la invitación de Su Majestad, le entrega una enorme y perfectamente empacada caja de cartón diciéndole en perfecto inglés y en voz alta:
-La familia imperial y el gobierno japonés nos sentimos profundamente halagados al descubrir que al señor Consejero le encanta la porcelana japonesa. En esta virtud hemos decidido obsequiarle un juego completo, para seis personas, de la vajilla que se utilizó en esta cena con motivo del cumpleaños de Su Majestad. Además, si le resulta un tanto molesto cargar la caja personalmente, se la haremos llegar a su domicilio particular…
Obviamente, fue la última cena diplomática a la que asistió el Consejero. Unos días después pudo añadir a su menaje de casa una preciosa vajilla imperial japonesa en su viaje de regreso a México, al término de su misión…y de su carrera.
EN MOSCÚ
El Embajador de México ante la extinta URSS, allá por los sesentas, recibió en el aeropuerto Scheremétievo Tva a una delegación de cuatro diputados federales de nuestro país quienes, tras un cansadísimo viaje de más de veinte horas, en Aeroflot, sin clase ejecutiva, le preguntaron si era posible pasar a comer un poco de caviar y tomar un poco de vodka antes de llevarlos a su hotel, pues tenían información de que dichos comestibles y bebestibles eran más baratos en Rusia que los tacos de frijoles en nuestro país y se podían consumir en cualquier parte.
El Embajador aceptó encantado, pues podría enterarse de la grilla vernácula y tendría algo de quehacer… Ofreció llevarlos a uno de los restaurantes más típicos pues, según les dijo, allí lo conocían muy bien y el servicio era excelente, además de que él no necesitaba hacer reservación…
Ya sentados a la mesa del lujoso restaurante con muebles antiguos y olor a humedad, amenizado por un cuarteto de cuerdas, el Embajador les preguntó a los legisladores si deseaban algún tipo especial de caviar o de vodka. Estos, como es habitual, le respondieron que, “como buenos mexicanos (…)”, comerían lo mismo que el Embajador, además de que no entendían ni papa del menú, pues todo estaba escrito en alfabeto cirílico. Todo esto después de preguntarle al Embajador qué tanto ruso hablaba y éste responder con el consabido: -Hablo poco porque es muy difícil, pero lo entiendo prácticamente todo…
Ni tardo ni perezoso el Embajador llamó al Maitre d’Hotel y, señalando con el dedo un renglón numerado en ese menú, le ordenó: -Cinco veces, please…
Como pasó más de media hora y no les traían ni de comer ni de beber, los diputados empezaban a mostrar signos de enojo por el servicio, de hastío por la conversación del Embajador y de cansancio por el viaje y la diferencia horaria. El Embajador, atento a los movimientos de sus invitados, llama de nuevo al capitán de meseros y le vuelve a señalar el renglón correspondiente del menú en ruso, con cierto aire de reclamo. El capitán simplemente respondía inclinando la cabeza y diciendo: Da, da, da, Excellenz…
Media hora después, sin servicio de ninguna índole, no le quedó más remedio al Embajador que empezar a vociferar: –Manager please…Manager please…pues sabía que el gerente era el único empleado del restaurante que hablaba inglés o el único que aceptaba abiertamente hablarlo.
Vino a la mesa el gerente, más pálido que una sábana limpia, pues sabía que la queja de un diplomático extranjero podría significarle un viaje a Siberia solo de ida, y le pregunta al Embajador la causa de su enojo.
El Embajador le aclara, con aires de cacique mexicano perdonavidas, que hacía más de una hora que habían solicitado el servicio. Que, como seguramente sabía el gerente, él era el Embajador de México y venía con frecuencia a ese restaurante. Y que, en consecuencia, no estaba recibiendo el trato digno que merecía su investidura…
Al gerente no le quedó más remedio que informarle con toda franqueza a “nuestro representante diplomático” que probablemente él no lo había notado por estar concentrado en la conversación con sus amigos, pero que, como una muy particular excepción a las reglas del restaurante y en consideración a su alta investidura, el cuarteto de cuerdas había repetido una y otra vez, desde que el Embajador la solicitó hacía más de una hora, la misma melodía…
Nuestro ilustre representante simplemente había confundido el repertorio musical, con el menú.
EN BONN
En el salón de recepciones La Redoute de Bad Godesberg, el 15 de septiembre de l968, con motivo del festejo de la ceremonia del Grito de Independencia, me pidió mi entonces jefe, el Embajador Manuel Cabrera Maciá (q.e.p.d.) que atendiera personalmente a un matrimonio de alemanes que deseaban cierta información acerca de nuestro país, pues tenían la intención de visitarlo en octubre con motivo de los juegos de la XIX Olimpíada.
Me puse a las órdenes de la pareja, tras advertirles que podían preguntar todo lo que desearan, porque era bien sabido que no había preguntas indiscretas, aunque sí podría haber respuestas indiscretas.
Con notoria timidez, que más parecía miedo, se atrevieron finalmente a preguntarme: -díganos por favor con toda sinceridad, joven diplomático, porque nunca hemos visitado México…¿hay todavía antropófagos en su país?
Para darles mi respuesta, ante lo inesperado de su pregunta, hube de respirar hondo, armarme de valor y aclararles:
-Queridos amigos. Pueden ustedes viajar con toda seguridad y tranquilidad a México, porque al último me lo comí yo…(!)
A partir de ese momento, la pareja de alemanes de la tercera edad simplemente me evitó. A tal grado que si yo atendía a invitados en algún rincón de La Redoute, la pareja se mudaba al rincón diametralmente opuesto…
Como habrán notado los lectores, hay anécdotas de chile, de dulce y de manteca.
O usted… ¿qué opina?
Cuernavaca, Morelos, a 22 de diciembre del 2004. (Entrega para el No. 14 de MX, febrero del 2005).
- La serie de artículos O usted… ¿qué opina? Anécdotas Diplomáticas, fueron publicados en la Revista MX Sin Fronteras, No. 14, editada en Chicago, Estados Unidos. El presente se publicó en febrero del año 2005 ↑
- El autor del presente artículo fue Embajador de México. Descanse en Paz. ↑
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