En semanas recientes el racismo –como concepto y práctica- ha vuelto a situarse en zona de debate. Todo empezó en Minneapolis, el 14 de mayo. El racismo, resumido en la brutalidad policiaca, mostró una vez más su naturaleza, su carácter, su rostro. Allí se desencadenó la presente etapa de conmoción y protestas. La muerte de George Floyd desató indignación y una ola de marchas y protestas –que aún continúan- contra el racismo a nivel mundial. La ciudad capital de Minnesota, en Estados Unidos, no ha recobrado la calma desde entonces y está calando en otras ciudades y naciones. A nadie se le oculta que la discriminación racial mantiene una larga tradición en muchas partes, singularmente en países anglosajones, y es una práctica cotidiana en Estados Unidos.
Poco más, poco menos, el ser humano hoy –en plena carrera ya del siglo veintiuno- continúa odiando y aniquilando a otros de su especie con pretextos inverosímiles, como hace diez, cinco o dos mil años. Se trata de acciones y conductas que ocurren, que acontecen, con todo y las prevenciones, combate, y disuasión previsibles. Infinidad de veces carecen de explicación. El fenómeno racista pertenece a esa categoría. No pocos crímenes se cometen por su causa, sin llamarlos o reconocerlos siquiera por su nombre.
Todo intento por definir el racismo es huidizo, resbaloso. Incluso la bibliografía sobre el tema no es de fácil precisión, pues se trata de un fenómeno con una cauda de ribetes. La esclavitud, la trata de personas, la discriminación, la xenofobia y otros, forman parte de o son manifestaciones vinculadas a la discriminación racial. En el extremo, la conducta racista desemboca en el aniquilamiento puro y vil.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (oncena edición), define al racismo como: “Exacerbación del sentido racial de un grupo étnico, especialmente cuando convive con otro u otros”. Una segunda acepción establece que es una: “Doctrina antropológica o política basada en ese sentimiento y que en ocasiones ha motivado la persecución de un grupo étnico considerado inferior”.
El racismo es un fenómeno extendido y arraigado, y cuenta con una cauda de conexos. Procurar el apoyo de la ciencia, la ayuda de la psicología y otras disciplinas es indispensable. Y si al final la ciencia no resuelve el problema, analizarlo, ventilarlo, exponerlo aporta elementos para su alivio o mitigación. Un reconocido psiquiatra de nuestro país comentaba cómo su profesión no alcanza a explicar por qué en el seno de una misma familia pueden surgir dos hermanos con conductas polarizadas, santo uno y el otro criminal.
¿Cuáles son los resortes que liberan los sentimientos negativos o criminales que no podemos contener o controlar? Sólo sabemos que provienen de los mismos órganos físicos y espirituales de donde emanan el amor, la nobleza, la compasión, de la misma fuente donde surgen la ternura, la piedad, la entrega.
El racismo atenta contra los valores más íntimos e inmediatos de la condición humana. La mentalidad racista revela una privación, una carencia central del ser humano y su práctica encierra una conducta deleznable. El odio y el resentimiento se hallan en la base de ese sentimiento y también y de otro modo, el temor. Estos a su vez son sentimientos que brotan de las raíces más profundas y oscuras nuestra naturaleza. Cualquier ser humano, hombre o mujer, lleva consigo un inventario completo. Cómo los administra y opera cada uno, es un misterio del que no se posee la clave.
Hannah Arendt ha sido una de las mayores estudiosas del fenómeno racista y de las primeras teorizantes al respecto. Un señalamiento importante es su afirmación –en su monumental libro Los orígenes del totalitarismo- de que el racismo es la principal arma ideológica de las políticas imperialistas.
El siglo veinte fue especialmente pródigo en aberraciones y crueldades. Seguramente el mayor crimen racista en nuestra era -el siglo veinte- ha sido, y no sólo por el número de víctimas, el exterminio atroz de seis millones de judíos. Los hornos crematorios representan el mayor grado de perversidad y descomposición humana. ¡Un pueblo, poderoso y brillante, organizado armoniosamente para aniquilar a otro pueblo por considerarlo inferior!
Ha habido y hay –todavía- no pocos gobiernos o regímenes con tendencias racistas. Históricamente hay una veta en este campo para los estudiosos que deseen profundizar. Existen los silenciosos y seculares, como el practicado contra los gitanos en muchos países; el discreto de El Tíbet; contra comunidades originarias en distintas partes; el no muy publicitado que practican ciertos pueblos orientales; etcétera. Pero el racismo cotidiano, el más contante y sonante es el ejercido por blancos en Estados Unidos contra la población negra especialmente.
Son incontables todavía los grupos étnicos en el planeta y existen abundantes minorías nacionales en muchos países. Hay naciones que siguen integradas por tribus aún. Durante nuestra estancia en Kenia pudimos observar la convivencia entre las docenas de tribus que pueblan el país. Se van integrando poco a poco y viven pacíficamente, salvo en época de elecciones nacionales, cuando los agitadores políticos vocean su etnicismo. Pero igual, pocos años antes –en 1994– en Ruanda, vecino de Kenia, había tenido lugar una de las más atroces carnicerías humanas. La población Hutu, mayoritaria en el país, desató una guerra de exterminio contra la minoritaria población o etnia Tutsi, con saldo de más de medio millón de víctimas en un periodo de tres meses.
Al igual que casi todo el mundo, muy poco sé de las teorías sobre el racismo. En cambio me constan varios ejemplos de discriminación racial y el conocimiento y convicción de la viciada confusión de sus nombres. Fueron los franceses, anota también en su libro Hannah Arendt, los primeros en insistir, antes que alemanes o ingleses, en la idea de la superioridad germánica. El Conde Arthur de Gobineau publicó en 1853 su Essai sur l´inégalité des races humaines, el cual, medio siglo más tarde, era ya una especie de libro de texto sobre las teorías raciales.
Si el régimen nazi aplicó en el pueblo judío, en forma masiva, las aberraciones registradas por la historia, el método de discriminación personal tuvo –también el siglo pasado- la más depurada aplicación en el sistema sudafricano del Apartheid. Irónicamente, ese régimen lo padecieron entre otros, dos personajes que andando el tiempo no sólo consumaron la independencia de sus propios países, sino que aportaron mayores espacios de libertad y dignidad para la humanidad entera. Fueron arquitectos de la demolición del Apartheid en el caso de Sudáfrica y del sacudimiento en India de la discriminación racial. Figuran entre los hombres más excelentes del siglo veinte y, acaso, de todos los tiempos: Nelson Mandela y Mahatma Gandhi.
La Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó en diciembre de 1965 la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, cuyo mayor antecedente fue la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial, proclamada en 1963. La Convención es uno de los principales acuerdos internacionales sobre derechos humanos y un texto decisivo en la lucha contra la discriminación racial y sus conexos.
La labor de la ONU y sus dependencias ha avanzado la agenda y el cuidado de los derechos humanos y la discriminación racial. Un Consejo de Derechos Humanos de la ONU vela al presente por los derechos fundamentales. Con todo, el racismo continúa. Es una plaga que no cesa. Nuestra brega, entonces, debe redoblarse.
LA / CDMX, julio de 2020
*El autor del presente artículo es diplomático y escritor mexicano.
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