IV. PERSONAJE NEFASTO

Vacacionaba yo en México cuando por casualidad, al llamar a Managua a preguntar sobre algún asunto que ya he olvidado, me enteré de que la Secretaría de Relaciones Exteriores (SER) había girado instrucciones para mi traslado a un nuevo destino, luego de haberme salvado de un traslado no deseado por mí a Haití, pues alguien pensó en la Cancillería que me hacía un favor.

En esta ocasión se trataba de ser adscrito a nuestra embajada en Ottawa, Canadá. Debo subrayar que en esa época, mediados de 1976, ese país no tenía la importancia que fue adquiriendo décadas después y particularmente a partir de la negociación y entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En esos momentos no sabía que mi estancia en Ottawa habría de convertirse en una de las experiencias más perturbadoras que tuve durante mi carrera y que todavía ahora que la recuerdo -a 40 años de distancia-, me provoca incomodidad, rabia y tristeza. Me refiero al hecho de que en dicha adscripción, por cierto bastante corta, de poco menos de un año, tuve la desgracia de trabajar bajo las órdenes de dos jefes que sin temor a exagerar puedo señalar como nefastos.

En lo personal, dada mi preferencia por América Latina, no me agradó el cambio por razones diversas, entre las que puedo señalar el clima extremoso. Por ello, en cuanto tuve oportunidad solicité entrevistarme con el embajador Joaquín Mercado, mi antiguo jefe en Managua y para esas fechas todavía director general del Servicio Diplomático de la Cancillería. Al entrevistarme con el embajador Mercado Flores, a quien aprecié sobremanera por su bonhomía y sabiduría, me dijo que mi tiempo en Nicaragua ya había llegado a su fin, porque haber concedido varios asilos a jóvenes integrantes del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN), había cambiado radicalmente la opinión inicial que de mí tenía el gobierno somocista y que pudiera llegarse al extremo de que me declararan persona non grata. Por ello, me indicó que se había pensado en mí para una encomienda complicada, pero que era necesario intentar, pues la Secretaría necesitaba mejorar la actividad de nuestra embajada en Ottawa.

Me comentó que en los seis años previos a la fecha en que nos encontrábamos, cuatro funcionarios del Servicio Exterior Mexicano (SEM) con rango de ministro o de consejero, habían exigido ser trasladados fuera de Ottawa, amenazando renunciar si no se cumplía su demanda, debido a su incompatibilidad con el embajador Rafael Urdaneta. El embajador Mercado me aseguró que por esa razón se había decidido enviar a alguien de menor rango -era yo Segundo Secretario- para ver si así no surgían asperezas tan de inmediato, quedando yo con la impresión de que el problema era que Urdaneta no quería trabajar ni ser molestado en su pequeño reino y que mi misión era intentar hacerlo cumplir un poco más sus funciones reglamentarias. También me pareció entender entonces que Urdaneta era lo que en nuestra jerga interna denominamos “embajador político” o sea no de carrera, sino designado al puesto por sus influencias en las altas esferas de la política nacional; en su caso, recuerdo que su “palanca” era un hermano, cercano al ex presidente Miguel Alemán, según él mismo llegó a ufanarse frente a mí.

En este segmento narraré algunas de las pésimas vivencias que acumulé bajo las órdenes del embajador Urdaneta de la Tour, quien increíblemente cumplió dos larguísimos periodos de gestión en ese país. Posteriormente, en otro texto comentaré el otro caso que viví en la misma Ottawa.

Desde mi arribo mismo a la capital canadiense, tuve la sensación de que las cosas no iban a ser en forma alguna parecidas siquiera a la placentera adscripción en Managua, Nicaragua, pues resultó que la aerolínea en la que volé a Montreal, que creo era Canadian Pacific, enfrentaba una huelga de los trabajadores de tierra en el país y los vuelos internos, en mi caso de Montreal a Ottawa, estaban suspendidos. De dicha situación, que posteriormente supe llevaba varios días, nuestra embajada no informó a la SRE y por lo tanto no fue posible tomar precaución alguna. Así que llegué a Montreal para enterarme que debía viajar en autobús a Ottawa, lo que retrasó notoriamente mi hora de arribo a la capital canadiense. Luego, aún esperanzado de ser recibido por algún miembro del personal de la embajada, llegué a Ottawa solo para darme cuenta que nadie estaba en la terminal de autobuses para recibirme y orientarme, como es costumbre y señal de compañerismo, buena voluntad, bienvenida y respeto en el Servicio Exterior Mexicano para el recién llegado. Tuve entonces que conseguir un taxi y pedirle al conductor que me llevara a un hotel que estuviera cercano al domicilio de nuestras oficinas, en la calle Albert; lo malo fue que el conductor me llevó a uno de los hoteles más caros de Ottawa, el cual creo recordar se llamaba Carleton Towers, donde solamente pernocté dos noches, pues verdaderamente tenía un costo rayano en lo criminal para nuestros módicos sueldos.

Al día siguiente me apersoné en la embajada; había básicamente mujeres, que pronto supe eran cancilleres; había además un Vicecónsul a cargo de la Sección Consular y un Tercer Secretario que no era de carrera. Me recibió este último, emitiendo una pálida disculpa por haberme abandonado a mi suerte en mi llegada, asegurándome que el embajador Urdaneta se oponía a ese tipo de cortesías, pues, según el embajador, debíamos aprender a valernos por nosotros mismos. Pregunté por el embajador a su secretaria, de nombre Dulcelia, quien me dijo que ese día no tenía programado llegar a las oficinas pues tenía otras ocupaciones más importantes.

Así pasaron varios días sin que el señor embajador se dignara a asomarse por la oficina; supe por las compañeras cancilleres que como era pleno verano el embajador lo aprovechaba al máximo en su pasión: el golf. No importaba que llegaran mensajes prioritarios de la SRE en el télex, ni que llegara un cúmulo de oficios, paquetes y cartas del público; todo se amontonaba cerrado en el escritorio del embajador hasta que él se dignase a llegar. En ese lapso, también pude ver en el libro de Protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores canadiense que nuestra embajada tenía asignada con rango de Consejera Cultural a una familiar cercana del entonces candidato del PRI y que en unos cuantos meses habría de reemplazar a Luis Echeverría como presidente de la República. En los 10 meses que duró mi estancia en Ottawa, solo en una ocasión la vi aparecer en la embajada en una estancia de dos o tres días en la capital de Canadá; fuera de esa ocasión, no supe más de ella ni de su labor como consejera cultural.

Luego de casi una semana de espera, finalmente apareció el embajador Urdaneta, quien en el curso de ese día me convocó a su despacho. Muy formal, me dijo:

  • Colega, espero que su estancia en Ottawa sea muy agradable y placentera. Aquí el trabajo es bastante sencillo como podrá ver más adelante. Yo vengo dos o tres veces por semana a la oficina, pero cualquier asunto urgente le ruego me lo haga saber a través de Dulcelia, mi secretaria. Por favor no me llame a mi residencia pues soy muy celoso de mi privacidad, como usted debe serlo de la suya propia, y ahora me debo retirar pues asuntos importantes requieren de mi atención fuera de la oficina. Hasta pronto, colega.

Esa fue su bienvenida. Me quedé un poco azorado, pero recordé los comentarios del embajador Joaquín Mercado, así que le agradecí y me retiré a mi despacho.

Unas semanas después surgió en la prensa de Ottawa una feroz campaña de desprestigio contra México, como resultado de la detención en la ciudad de México de dos turistas canadienses, una pareja de jóvenes, a quienes se incautó una suma no precisada de dólares falsos que el varón de la pareja intentó cambiar en un banco. La crítica se ocasionó porque la mujer aparentemente no tenía responsabilidad alguna en el ilícito, pero aún así fue retenida por largas semanas, lo que hizo que la familia se quejara acremente y, ante la falta de respuesta de las autoridades mexicanas, iniciaron ataques a través de medios amarillistas locales. Un día que el embajador acudió a su despacho, pedí hablar con él y le comenté el asunto señalando la conveniencia de avisar a la SRE. Visiblemente desinteresado, el embajador Urdaneta me dijo que el caso no tenía la menor importancia, que en México ya lo sabían por la misma prensa y que de todos modos no serviría de nada enviar un informe.

Desalentado por su respuesta, hube de esperar una semana más a que Urdaneta nuevamente se apersonara en la oficina. Como el caso seguía dando primeras planas en la prensa sensacionalista, decidí elaborar un informe y pasárselo para su firma. Así lo hice, pedí audiencia y le pasé el oficio ya preparado en limpio y listo para firmar, y rubricado por mí como elaborador.

El embajador lo leyó -o al menos eso aparentó- y luego de unos pocos minutos levantó la vista, me miró fijamente y me dijo:

  • Bonito informe colega, pero no, no lo voy a firmar. Para que le quede claro de una vez por todas, dijo, yo firmo únicamente acuses de recibo, no lo olvide y dicho esto, tomó el oficio y lo rompió en muchos pedazos.

En esos instantes sentí verdaderamente que el piso se hundía bajo mis pies, traté de reaccionar, balbuceando algo así como: pero embajador, es importante que la Secretaría conozca cómo evoluciona aquí este asunto, cada día los ataques son más feroces e insultantes para México. Pero Urdaneta me atajó con una seña y dijo:

  • Ya hablé y punto; retírese y vuelva a sus actividades habituales.

Anonadado, me pregunté ¿Cuáles, si tengo un embajador que le importa un bledo su país?

El caso se agravó aún más cuando una mañana una bala de calibre pequeño impactó en el cristal de una ventana próxima a mi oficina; yo pude observar cuando un individuo corría entre automóviles en el edificio de enfrente, que funcionaba como estacionamiento público. Pero con todo y eso, el embajador Urdaneta rechazó dar cualquier tipo de aviso a la SRE.

Me comuniqué con el embajador Mercado para comentarle los pormenores de la situación, y él me dijo que estaba en conocimiento del diferendo que me enfrentaba ya a Urdaneta y agregó que el embajador había enviado un informe confidencial diciendo pestes en contra mía, lo cual me convenció de lo hipócrita que era, pues jamás me hizo la menor insinuación de que yo tuviera que corregir mi conducta, desde su punto de vista. Afortunadamente, don Joaquín Mercado me aseguró que no debía preocuparme en lo absoluto, pues la SRE tenía plena conciencia de mi inocencia, situación difícil que debía enfrentar y del esfuerzo que hacía por sacar adelante el trabajo, y agregó que ya había una respuesta al embajador, y que estuviera pendiente del télex.

Dada la personalidad del embajador, no me resultó extraño unas semanas después, escuchar un comentario del embajador cubano en Ottawa. Era la primera vez que el embajador Urdaneta salía del país y quedé acreditado como Encargado de Negocios a.i. Acudí a un evento social y en algún momento el embajador de Cuba, Joaquín Mass Martínez, se me aproximó, me saludó tan afablemente como suelen hacerlo los compañeros cubanos y entablamos amena charla durante casi media hora. En cierto momento y ya con alguna confianza mutua, el representante cubano me espetó súbitamente:

  • Oiga usted señor Encargado de Negocios ¿Qué clase de cucaracha tienen ustedes como embajador aquí?

Me puse lívido y el embajador Mass lo percibió; se me acercó y me reiteró lo dicho:

  • ¿Cómo es posible que México esté representado en Canadá por un individuo que habla horrores del presidente Luis Echeverría?; y no en privado, sino en las reuniones oficiales del GRULA (así denominaban a las reuniones que los embajadores latinoamericanos y del Caribe realizaban en los países donde estaban acreditados, como grupo regional, al igual que lo hacían asiáticos, europeos y africanos).

Verdaderamente no supe qué responderle, pero comprendí que era otra evidencia de lo serio y delicado que resultaba para México mantener a Urdaneta como embajador que -luego escuché- era señalado en los corrillos diplomáticos de Ottawa como el mejor embajador canadiense que había tenido México. O quizás se debía a que en nuestra política exterior, Canadá aún no era considerado prioritario. Sigo sin entenderlo.

Durante esa misma semana se aclararon las palabras que me había dicho el embajador Mercado: la respuesta que la Cancillería dio a Urdaneta fue otorgarme el ascenso a Primer Secretario, pese a la pésima recomendación que él había enviado a nuestras autoridades. Guardé el mensaje antes de que lo viera su secretaria y lo guardé para mostrárselo a su regreso. Así lo hice; pedí audiencia y me di el gusto de pasarle todas las comunicaciones que habían llegado durante la semana que duró su ausencia y, hasta el final, le pasé el mensaje comunicando mi ascenso. Lo miró, y atónito por unos instantes, logró balbucear una felicitación como las que lo caracterizaban: una falsa sonrisa, más bien una mueca de disgusto y sus palabras zalameras:

  • ¡Muy merecido ascenso, colega¡

Se aproximaba el fin de año y en México ya se efectuaban los preparativos para la toma de posesión de José López Portillo como siguiente Presidente Constitucional. Ya el presidente Echeverría cumplía el papel de todo presidente saliente: guardarle la silla al siguiente y rabiar ante los desaires que suelen acompañar a los últimos meses en el poder. Y con LEA el asunto era aún más complejo por la errática política que desarrolló al interior de nuestro país y que le enajenó muchas voluntades que alguna vez lo elogiaron. Fue quizás debido a esa situación que la SRE envió una instrucción general a las representaciones de México en el exterior, mediante la cual canceló vacaciones ya autorizadas, prohibió a los jefes de misión y al personal diplomático viajar a México en las fechas cercanas al cambio de gobierno e incluso utilizó algunas frases que parecían veladas amenazas a quien incumpliera tales órdenes.

Pero para sorpresa de nadie en la embajada, Urdaneta decidió viajar a México pocos días antes de que López Portillo asumiera la presidencia; es más, instruyó a que los mensajes que debieran enviarse se hicieran con su nombre, lo cual yo objeté tanto que una vez que él tomó el vuelo a México me comuniqué con el embajador Mercado y le informé de esa situación. Me respondió que acatara tal orden mientras él realizaba algunas consultas en niveles superiores de nuestra Secretaría. Lo que sí resultó sorprendente fue el tiempo que Urdaneta permaneció en México; fue hasta mediados de enero de 1977 que avisó a su secretaria que había retornado a Ottawa y que acudiría a la oficina el siguiente lunes.

Así lo hizo y, ahí sí, para mi sorpresa, lo primero que hizo al llegar fue convocarme. Sin dar vueltas al asunto me informó que se iba de Canadá y que le habían asignado la embajada en El Salvador, preguntándome si yo, que había estado en Nicaragua, conocía dicha embajada, particularmente la residencia oficial y las condiciones prevalecientes en ese país. Le respondí que efectivamente conocía muy bien no solo las oficinas, sino la residencia de nuestra representación en San Salvador, pues el embajador Antonio de Icaza había sido mi jefe en Managua y mi hermano había estado comisionado en ese país, por lo que lo visité varias veces. Me hizo varias preguntas sobre el estado que guardaba la residencia, su tamaño, su localización en una zona de altos ingresos de la capital y del personal de servicio. Luego me preguntó por la situación política y le manifesté que el país vivía una etapa pre revolucionaría, con un movimiento social y político que parecía que en breve tendría capacidad de tomar el poder y que seguramente le tocaría atender un creciente número de casos de asilo político.

Como si yo lo hubiera insultado, se levantó de su sillón y gritó:

  • ¡Ah, eso sí que no! ¡Yo jamás le voy a dar asilo a esos malditos comunistas!

Con calma y cuidado le respondí:

  • Discúlpeme embajador, pero usted va a aplicar la política de México en materia de asilo político, no sus ideas personales. Nuestro país tiene una tradición histórica en defensa de la vida y la libertad de los perseguidos por sus ideas políticas.

Pero él insistió:

  • De ninguna manera. Yo odio a los comunistas y me importa una chingada la política de asilo de México. No daré asilo. Punto.

Ante postura tan intransigente me levanté y pensé: pues habrá que esperar a que se enfrente con la realidad ya estando en funciones en San Salvador, y verá lo inevitable de atender a los solicitantes.

En poco tiempo concluyó su misión en Ottawa. Organizó una recepción oficial de despedida -que se convirtió en la primera ocasión que puse un pie en la residencia, por cierto-. Pero mis problemas continuaron pues conforme a las disposiciones vigentes, era mi deber recibir de él la embajada y todos los bienes que en ella había, lo cual, dada su personalidad, resultó en nuevos choques, pues los días transcurrían rápidamente y por más que le insistía en que me autorizara a ir a la residencia con algún otro compañero para hacer la confronta del inventario, simplemente me ignoraba. Faltando 5 días para su partida, me apersoné en su despacho y le dije que era imperativo que pudiera yo cumplir con esa obligación por lo que le exigí no ponerme más trabas. Finalmente cedió y esa tarde acudí en compañía de una de las cancilleres a hacer el levantamiento del inventario. ¡Claro! Tremenda sorpresa nos llevamos en cuanto comenzamos a confrontar los bienes. Me pareció que evidenciaba un abuso enorme del gasto, pues se valuaba muy alto objetos claramente de menor costo; recuerdo muy bien una alfombra persa que en el listado del inventario aparecía valorada en una suma exorbitante y al confrontar el bien encontrado descubrimos que era una alfombra californiana “tipo persa”; y así, infinidad de bienes enlistados presentaban irregularidades.

Dos días antes de su partida, nuevamente me apersoné en su oficina y le presenté para su firma el Acta de Entrega correspondiente, en la cual asentaba todas y cada una de las irregularidades que habíamos detectado. El embajador Urdaneta hojeó sin premura el legajo, levantó la cara y me espetó:

  • ¡Colega, usted sugiere que soy un ladrón!
  • No embajador, respondí, solamente asiento lo que desde mi óptica puede ser irregular y no quiero que su sucesor me eche a mí esa carga.

Me miró fijamente por unos instantes y dijo:

  • ¿Y si no la firmo?

De inmediato le contesté que como debía ser de su perfecto conocimiento, el Acta era elaborada por el funcionario que recibe y que la negativa a firmar simplemente se asienta en el Acta, también por parte del funcionario que recibe. Frunció ligeramente el ceño, pero de inmediato agregó:

  • ¡Bueno¡ ¡Para eso tiene uno muchos amigos!

Y sin más, firmó todos los documentos.

Cuando lo despedimos en el pequeño aeropuerto de Ottawa sentí enorme alivio. Sin embargo, luego pensé en cómo iba a irles a quienes tocara la desgracia de colaborar con él en El Salvador y, especialmente, cómo iría a resultar su gestión en ese país. Algunos meses después, trascendió que SRE lo había retirado abruptamente de nuestra embajada en San Salvador, tras de que integrantes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) viajaran a México y denunciaran que la embajada de México estaba rechazando a los solicitantes de asilo político, los que posteriormente aparecían asesinados. Hubo versiones de que Urdaneta los entregaba al G2 salvadoreño. Tan solo unos días después de regresar a México cometió suicidio.

Muchos años después, esa vergonzosa versión me fue corroborada por uno de los integrantes de la delegación del FMLN que participaba en las negociaciones que culminaron en los Acuerdos de Chapultepec, mismos que dieron fin al largo enfrentamiento fratricida en ese país hermano.


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  2. Embajador de México, jubilado.
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