IV. CUENTOS EN DIPLOMACIA

Quisiera dejar una huella más para esta prestigiosa publicación que dirige el colega Embajador Antonio Pérez Manzano, un experimentado diplomático a quien conocí en Caracas cuando ejercía como ministro de su embajada y a quien agradezco haberme invitado a formar parte del selecto grupo de diplomáticos escritores de nuestra región que forman parte de ADE, a escribir en este medio desde hace ya varios años. Confieso que me gustaría ser más consecuente pero no siempre nuestras distintas actividades nos permiten dedicarle tiempo a tan noble ejercicio como es el de la escritura.

Sin duda, a lo largo de nuestras carreras diplomáticas no son pocos los episodios y anécdotas que se producen como parte de nuestro ejercicio profesional en distintas categorías del servicio, en distintos países y por el hecho de vivir en culturas distintas, no es extraño que funcionarios diplomáticos cumplan responsabilidades o sean testigos de excepción de hechos que muchas veces quedan atrapados en los archivos de nuestras cancillerías, sean como papel en viejos muebles arrumados, o ahora en data en donde quedan registrados episodios, anécdotas y situaciones que solo el historiador acucioso a veces desempolva cuando se trata de alguna investigación históricas.

Muchas otras situaciones se nos presentan como resultado de vivencias, encuentros con personalidades nacionales o extranjeras o también como parte del inevitable recorrido que hacemos por la burocracia internacional.

En esta oportunidad, les quiero ofrecer lo que llamaría “anécdotas del oficio” de un grupo mayor de notas que resumo como parte de mi ejercicio profesional como diplomático de carrera del servicio exterior venezolano. Para este medio y como homenaje a cientos de colegas que a lo largo del tiempo han dejado lo mejor de sus capacidades para servir a su país, cuento estos episodios aislados, pero parte de los recuerdos que florecen del ejercicio de una actividad noble y llena de vivencias que hoy recordamos con nostalgia.

El asilo que fue negado

Es el año 1985. República Dominicana. Tengo como responsabilidad en la Embajada la Sección Política. El Embajador era Abel Clavijo Ostos, diplomático de larga trayectoria y con quien había servido en Egipto años antes. Un martes, si mal no recuerdo. Un día más en la rutina de una Embajada. Me había correspondido revisar el télex en mi oficina y enviar algunos cifrados a la Cancillería.[1] La embajada era una vieja casona en una avenida de bastante circulación en la capital, Santo Domingo. Desde mi oficina  escucho unos gritos y salgo corriendo a la recepción. Me encuentro con un grupo de gente saltando las paredes de la Misión Diplomática  mientras un policía de seguridad con  su fusil reglamentario estaba seriamente dispuesto a disparar a los intrusos. Lo obligo a no hacerlo y ordeno que deje que terminen de saltar a la sede. En esos momentos el Embajador se encontraba fuera de la capital.

Se trataba de una treintena de ciudadanos haitianos que ingresaron violentamente para pedir asilo. Se le informa de inmediato a todo el personal lo que ocurría y se le pidió a los solicitantes que tuvieran calma y respetaran la sede diplomática. Su primera demanda es que querían hablar con el Embajador.

Vía telefónica,  éste, quien se encontraba fuera de la ciudad instruye al Consejero de la Embajada -para aquel entonces Vasco Atuve- y a mi persona, que les pidiéramos que se retiraran de la entrada y esperáramos a que regresara a final de la tarde. Los exaltados aceptaron educadamente, nos acompañaran a la parte posterior de la Misión. El embajador se incorpora,  nos reúne al personal diplomático incluyendo al agregado militar, el coronel Level y se comunica de inmediato  con la Casa Amarilla, sede de nuestra Cancillería en Caracas, en donde ya un personal de la Dirección de Política Internacional monitorea y evalúa  la situación en la sede diplomática. El canciller para aquel entonces era Simón Alberto Consalvi, intelectual y político, quien fue un hombre de gran significación para la democracia venezolana.

Las instrucciones y recomendaciones de Caracas eran las de que el Embajador no se apersonara para hablar con los demandantes  y que recayera el contacto en mi persona como responsable del área política y  en ese momento el tercero en la  línea de precedencia de nuestra Embajada. Inicié así un proceso de negociación con los solicitantes. Todos ciudadanos haitianos dirigidos por un teniente retirado del ejército de Haití y quien desde ese momento y hasta la fecha en que se retiraron se convirtió en el único portavoz del grupo. Su demanda era simple. Querían salvoconducto para ser trasladados a Caracas en condición de asilados políticos. Su justificación era que a pesar de ser huéspedes como extranjeros del Gobierno de RD se consideraban perseguidos por las autoridades de ese país, cuyo Presidente era Joaquín Balaguer y  el de Venezuela era Jaime Lusinchi.

Su presencia duró 25 días mientras esperaban se les otorgara asilo. Me correspondió ser  el único funcionario de la embajada que los trataba. Nos afectaba  el trauma humano que su presencia significaba dentro de la Misión. Confinados a un patio trasero sin mayores facilidades y sometidos todos a presiones que incluían actos de desesperación y amenazas de su parte. Mi contacto con ellos tenía altibajos, entre  simpatías por su demanda, hasta sinsabores por su actitud violenta y amenazante a mi persona, toda vez que las autoridades de Caracas no otorgaban el asilo ni las de RD el salvoconducto respectivo.

Después de mucha negociación, evaluación con nuestra cancillería y la de Santo Domingo, el Gobierno de Venezuela por primera vez negaba otorgar el correspondiente asilo. Me correspondió la dura tarea de comunicárselos y pedirles que se retiraran pacíficamente de nuestra Misión. Su negativa a hacerlo obligó a que una madrugada desprevenidos los tuvimos que retirar con la  fuerza pública, desarmada, toda vez entrarían en nuestra sede  y por supuesto respetando sus derechos y con  la presencia de la prensa. Recuerdo su grito de lucha  en francés, “Liberté ou la mort”. La decisión del gobierno en el momento era correcta. No cumplían los demandantes los requisitos para considerar viable su solicitud. No eran perseguidos políticos en RD. El hecho fue dramático para quienes estuvimos involucrados.

Años después me encontré al líder del grupo. Temí por su reacción a mi persona. Por el contrario, fue muy amable y me agradeció la paciencia y el buen trato. Me confesó que habían usado el expediente del asilo para tratar de salir del país que ya los había acogido pero que lamentablemente los discriminaba y les hacía su estada en esa nación humillante. Los entendía perfectamente.

Recuerdo de El Cairo.

En otras oportunidades he contado la emoción que me había producido la película Argo, premiada con un “Oscar” como la mejor película del  2013 por la Academia cinematográfica, toda vez trajo a mi memoria un caso parecido del ejercicio  diplomático en la que me tocó participar. Fue una tarea muy delicada y pertinente en la que junto un gran diplomático venezolano y unos de mis mentores al inicio de mi carrera, el embajador Jorge Daher, quien seguramente desde su retiro en un pequeño pueblo de Libano Cobayat, recordará el episodio y que sin querer competir con la excelente narración que nos presentó el director y actor  Ben Affleck, aprovecho para contar dentro del marco de los “cuentos” de la actuación  en la diplomacia que me he propuesto narrar en este medio.

Me correspondía recibir como encargado de la sección consular de nuestra embajada una pareja de venezolanos que visitaban El Cairo y que por instrucciones de la Cancillería debíamos darle un especial apoyo. Era principios de los años ochenta y gobernaba Anwar el-Sadat en Egipto y Luis Herrera Campins en Venezuela. Se trataba de la búsqueda de una hermana desaparecida por un buen tiempo, desde que viajó desde Caracas a El Cairo luego de esposarse con quien había sido un funcionario diplomático egipcio en Caracas. La familia estaba muy preocupada pues entendía por alguna misiva que les había llegado, que las condiciones de vida no eran las mejores para la joven venezolana y nada parecidas a las que se le ofrecieron en vísperas del viaje. Después de una búsqueda intensa que los llevó hasta Marsa Matruh en la frontera con Libia -lugar con una de las playas más espectaculares del norte de África-, lograron encontrar a la hermana, luego de una jornada agotadora que tomó varios días; en pésimas condiciones de vida pero aferrada a su marido, a quien en castigo por casarse sin autorización con una cristiana lo habían trasladado a esa compleja región.

Fue una tragedia para la joven enterarse que su esposo no era diplomático, sino militar. Que su función en Caracas estaba vinculada con servicios de inteligencia y que su designación en la frontera era una reprimenda que incluso le había costado una degradación de su categoría militar. Los hermanos lograron convencerla de que se trasladara con ellos de regreso a El Cairo y se pidiera apoyo a la embajada. Ya nuestra Cancillería estaba debidamente informada y las instrucciones que había recibido el embajador era la de dar todo el apoyo que necesitaran para  ayudar a resolver la difícil  situación de esta compatriota y su familia.

Como se había solicitado, se cumplieron las instrucciones. Días después me corresponde recibir al ex teniente, quien de manera oculta logra dejar su guarnición, mientras supuestamente estaba en una faena por el desierto. Se apersona en  nuestra embajada para pedir que lo ayudáramos a regresar a Venezuela con su esposa. Estaba el militar dispuesto a desertar y asumir las consecuencias en un país que se encontraba aún en estado de guerra y de que cualquier deserción podría acarrearle la máxima pena en ese país, que incluye la pena capital.

Iniciamos un esquema que tenía por objetivo darle todas las facilidades para ayudarlo a salir del país. Algunas de ellas tan engorrosas como las que se describen en la película que citamos al inicio de esta nota. Los tiempos se evaluaban de acuerdo a posibilidades objetivas para trasladarlo. Teníamos dos inconvenientes, al oficial ya lo habían declarado desertor, su esposa se negaba salir del país antes, y que en la embajada  contábamos con personal local que podían denunciar la maniobra, lo que nos obligaba a  la discreción,  mantenerlo fuera de la sede y separado de su pareja y hermanos por un tiempo prudencial.

No fueron pocos los días de angustia y el malabarismo que me correspondió realizar bajo la supervisión de mi jefe de misión y autorización de Caracas, que asumía el caso como de apoyo humanitario. Reto nada fácil que podía poner en riesgo una relación diplomática. Los detalles de la salida me los reservo para una ampliación futura de esta historia. Logramos su partida y su posterior reunificación con su pareja.

Los días de intensa artimaña generaron un gran acercamiento entre todos. Casualmente éramos jóvenes y aún en nuestros veintes. Cumplido el cometido  y por la discreción obligada en  la vida del diplomático, una hazaña importante quedó resguardada en los fríos archivos secretos de nuestra Cancillería.  A los personajes más nunca  los volví a ver. Fue una verdadera historia de amor la de esta pareja. Para mí fue una auténtica satisfacción poder ayudarlos. Se suma a muchas otras del quehacer de la profesión y de otras historias apasionantes de nuestro servicio diplomático que poco se conocen y que seguramente encontrarán en acuciosos historiadores un despertar a su debido tiempo.

Aquellos chinos.

En estos días nos ha tocado lidiar con el tema migratorio. Venezuela de ser un país receptor de emigrantes ahora muchos de sus habitantes engrosan las filas de los millones de seres humanos que se desplazan de un país a otro en búsqueda de mejores condiciones de vida, trabajo, seguridad personal, producto de altos índices de criminalidad en los países de origen o huyendo de conflictos políticos y guerras en sus países de origen. Sea cual sea el formato siempre hemos dicho que el fenómeno migratorio es una oportunidad para muchos pero también es una tragedia para otros.

Continuando nuestra serie de recuerdos del quehacer diplomático y de los cuales he hecho varias entregas en este medio, me viene a la mente un hecho que está  relacionado con la introducción de este artículo.

Fue por allá a principios de los años ochenta, era invierno en San Francisco, ciudad en donde me encontraba en funciones como cónsul. Días en que nace mi primera hija, Valeska, acontecimiento además que nos trae la visita de unos queridos tíos. La tía, hermana de mi mamá, su esposo el Chino Fong, periodista venezolano de padres chinos.

Recibo por esos días una llamada de la oficina de emigración del aeropuerto de San Francisco, por cierto uno de los puertos aéreos más importantes de Estados Unidos y una de las puertas de entrada de la emigración asiática. Inusual la llamada un día sábado. Aprovecho la visita del tío y le pido que me acompañe hasta el terminal. Me advirtieron que el tema se relacionaba con un contingente de chinos que había llegado a SFO, como se denomina ese aeropuerto, como pasajeros de tránsito hacia Venezuela. En esos días muchos orientales usaban una conexión de Panamericana Airways que salía de San Francisco vía Guatemala y con destino a Caracas.

Para este articulista que ciudadanos chinos hicieran conexión desde San Francisco a Venezuela no parecía fuera de la rutina. Al llegar a la zona de seguridad, sede de emigración y previa presentación de mi credencial que me acreditaba como cónsul de Venezuela, con amabilidad dejaron pasar sin mayores preguntas a mi acompañante, hecho que me sorprendió.

El oficial de emigración me presentó  unas veinte personas entre niños, adultos y ancianos quienes esperaban hacer la emigración dentro de Estados Unidos para  poder conectar hacia Venezuela. La figura de tránsito no existía por lo menos en esos años en ninguna de las entradas a ese país. La preocupación de las autoridades es que sospechaban de las visas y por entrevistas que habían hecho con sus traductores chinos a los pasajeros, estas personas aunque tenían visas de turistas para entrar a Venezuela y de EEUU, su cuadro parecía la de emigrantes y no turistas. Sospechaban que de entrar legalmente a Estados Unidos abortarían la conexión a Caracas.

Revisé las visas en los pasaportes, supuestamente otorgados por nuestro Consulado en Hong Kong, que parecían a la vista normales y sin duda el cuadro humano tal como lo describían las autoridades no eran la de turistas. Por cierto, las autoridades habían dejado pasar a la zona restringida al tío en el supuesto que él era el intérprete chino de nuestro consulado. Obviamente no lo era, aunque no dejó de impresionar a las autoridades americanas nuestra capacidad logística.

Me correspondía verificar la veracidad de las motivaciones del viaje de estos ciudadanos. Desde esa noche comenzó un periplo con las limitaciones de las comunicaciones de la época para que la Cancillería y el Ministerio de Relaciones Interiores, me autorizara  pedir a las autoridades que los regresará por fraude migratorio. Un alto funcionario de Caracas me delegó usar mi mejor criterio. Nunca llegó la autorización por escrito. Me correspondió devolverlos con un gran dolor, pero en cumplimiento de mi deber profesional. A todas estas el tío muy triste, me decía, que decisión tan dura te tocó tomar, “pensar que mis padres llegaron ilegales también a Venezuela”.

Pasaron los meses sin que se me dieran explicaciones porqué el MRI, al que le correspondía, nunca respondió mi solicitud. Poco después una persona amiga de la Cancillería me advertía  que me quedara tranquilo que había incursionado en aguas movedizas de las corruptelas de visas y pasaportes. A las pocas semanas fui trasladado.

En un reciente viaje a Europa regresaba a Caracas en  un avión lleno de pasajeros chinos. Uno de ellos me pidió que lo ayudara a llenar su planilla de la Onidex, tenía su pasaporte venezolano y no hablaba español. Me dio gracia, recordé al tío Fong y pensé, ¡cuál será la historia de este chino! Recordé al barrio chino de San Francisco,  con generaciones de chinos nacidos en Estados Unidos que tampoco hablan inglés.

Sin embargo, allí está la leyenda urbana, nunca como en estos años, han traficado con la necesidad migratoria de seres humanos como en estos últimos años en Venezuela. Lamento que nunca le pregunté a mi abuela Angelita cómo hizo cuando emigró desde Guatemala a Venezuela por allá por los años cuarenta.™

*El autor del presente artículo es Embajador Jubilado del Servicio Exterior Venezolano. Actualmente se desempeña como Director para la Integración y Cooperación del Sistema Económico Latinoamericano y del Caribe (SELA).

  1. El aparato télex de la familia de los teletipos fue un medio de comunicación similar al telégrafo, que se empleaba entre las oficinas públicas en distintos lugares, para transmitir mensajes a su central, en este caso de una embajada al Ministerio de Relaciones Exteriores, surgió después de la 2ª Guerra Mundial. El lenguaje empleado era de palabras breves, sin artículos u otros vocablos de enlace. El texto se va grabando en una cinta que se puede revisar antes de su envío. Para los mensajes reservados se procedía a utilizar otro lenguaje, cifrar y descifrar los textos era toda una pesada labor. Este aparato fue desplazado por el fax en los años noventa del siglo pasado.

 

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1 comentario

  1. Muy interesante estas experiencias del Embajador Hernández. Encontré la lectura amena y apasionante. Muchas veces la falta de comunicación e instrucciones de la capital obligaban a tomar decisiones sobre la base de la experiencia y hábil criterio. Muchas gracias por compartir.

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