IV. BREVE SEMBLANZA DEL EMBAJADOR ROBERTO ROSENZWEIG.

Una adscripción

Fue en Viena donde lo conocimos en persona. Al mismo tiempo que a las nevadas. Transcurrían las primeras semanas de 1982. Las referencias que de él teníamos lo anunciaban como un hombre afable y provisto de sentido común. Mas el tiempo nos reveló que aquella fama se quedaba corta. Se trataba de un diplomático profesional y de un hombre –en palabras de Antonio Machado- “en el buen sentido de la palabra, bueno”.

Nuestra estancia en Austria resultó gratísima. Además de ser nuestra primera adscripción diplomática, varias circunstancias coincidieron en tornarla más que agradable. Una, importante, fue la riqueza cultural de Viena, una ciudad donde la cultura asoma por todas partes, abunda como un recurso natural. Otra, decisiva, fue el jefe de la misión diplomática: don Roberto de Rosenzweig.

La política exterior mexicana de aquella época impulsaba –no sin cierta mística- la formación de cuadros de personal eficiente y patriota. De modo que, para los empeños de la auténtica diplomacia, Viena resultó formativa y enriquecedora. Nuestra estancia allí se extendió poco más de cuatro años y coincidió de punta a cabo con la de don Roberto. En México se agotaban los días postreros de los regímenes de la Revolución mexicana.

El diplomático

Don Roberto pertenecía a la rama de los Rosenzweig diplomáticos. Su abuelo habría arribado a México entre quienes acompañaron a Maximiliano de Habsburgo, y aquí echó raíces. Don Roberto nació en La Haya en 1924 y murió en la Ciudad de México en 2016.

Buena parte de su carrera diplomática transcurrió en el exterior, como ocurría con frecuencia en el pasado. Pocas veces estuvo asignado en la sede de la Secretaría en la Ciudad de México, y a ratos lo lamentaba. Comenzó su carrera en la base y ascendió gradualmente. Joven aún fue promovido a embajador y como tal representó a México sucesivamente, en El Salvador, Egipto, Nueva York, República Federal de Alemania, Holanda, Austria, Venezuela y Uruguay.

Don Roberto poseía esa sabiduría práctica de cada día que resulta en una constante satisfacción. Era un negociador hábil. Las instrucciones que recibía de Tlatelolco las cumplía rigurosamente, adecuándolas a la situación in situ si venía al caso. Como pocos, sabía hacer amigos para México. Sabía ser paciente, constante y confiar hondo en sus convicciones.

Amigo personal de don Alfonso García Robles, éste promovió que lo sucediera como representante de México en Naciones Unidas, en Nueva York. En esa etapa México era quizás menos rico que el actual, pero reconocido y respetado entre las naciones. La Guerra fría se hallaba en su apogeo. Allí en Nueva York hubo de, entre otras actividades, realizar la campaña de la candidatura del ex presidente Luis Echeverría a la Secretaría General de la ONU.

En Viena presidió al Grupo de los 77 e inició el acercamiento de los países en desarrollo con la República Popular China. Igual, debió negociar –como Presidente de la Junta de Gobernadores-, el ingreso de China al Organismo Internacional de Energía Atómica, el OIEA. Uno de los temas difíciles de la agenda internacional en Viena entonces, fue el tratamiento del bombardeo israelí a las instalaciones nucleares de Irak. Otra campaña que realizó en Viena, fue la de la candidatura del embajador Jorge Eduardo Navarrete a la dirección general de la ONUDI.

La experiencia acumulada en su recorrido profesional nos la iba confiando a los jóvenes que trabajamos con él, a veces acuñada en palabras y siempre en su atinado proceder. Nos enseñó tanto el arte como la técnica de la diplomacia. Pertenecía a la categoría de quienes importa la calidad del trabajo, más que los horarios de la oficina. Que el modo es todo, parecía ser uno de sus principios arraigados.

Su sencillez personal –no estudiada ni adquirida- y la suavidad de su carácter, le granjeaban la confianza –elemento clave en el oficio- tanto de los representantes diplomáticos de países avanzados, como de las naciones en desarrollo. Firme en lo central, gozaba del respeto y el aprecio de todo el cuerpo diplomático y del personal de las oficinas de Naciones Unidas en Viena.

Como el español, su lengua madre, dominaba el francés y el inglés.

El hombre

El hombre y el diplomático eran uno y el mismo. Cada gesto y acción suyas, cada frase, respondían a una especie de entendimiento con el mundo. Todo lo hacía de buena gana y sin aspavientos. Tenía unas cuantas y muy marcadas aficiones que redondeaban sus horas y su entorno. La lectura entre ellas. Una tarde de cielo gris vienés la pasamos comentando largamente El espía que vino del frío.

Su generosidad -y la de su esposa- era casi excesiva. Su atuendo personal, un ejercicio de corrección. Destacaba en el bolsillo de su saco, a la altura del corazón, el implacable paliacate, en distinto tono cada día. Y de su semblante personal levantaba admiración su mostacho descomunal, reminiscente del mostacho del emperador Franz Joseph de Austria. Una seña de identidad que levantaba asombro en todas partes, que luego él templaba con su hablar pausado.

Una de sus más hondas aficiones era su gusto por la comida. Era un gourmand discreto y enterado. Hombre sabio es el de paladar delicado, escribió San Isidoro de Sevilla. Al azar nos enteramos que, por años, su desayuno diario consistió en huevos rancheros. Al sobrepeso que llevaba, su carácter lo envolvía con galanura.

Bebía vino con fruición, sin excederse jamás y fumaba habanos con gran deleite. Anfitrión notable, su mesa y su cocina gozaban de enorme prestigio y rebasaba los círculos diplomáticos. Pero el eje y guía en ese territorio se hallaba en manos de Margarita de Olloqui, su sabia esposa. Hablar de él es hablar de ella. Trabajaban a la par, como ocurre con la pareja bien avenida de casi todo diplomático.

Doña Margarita poseía no pocas virtudes. Su sonrisa grata y confiada desarmaba toda reticencia. Uno de sus mayores atributos era su conocimiento y alcances en la cocina y los ceremoniales de la mesa. “Chef” no era vocablo común todavía. Doña Margarita lo era en grado supremo. Durante su estancia en Nueva York una edición del The New York Times dedicó un suplemento a su magnífico arte.

El conjunto de enseñanzas que recibimos no se limitó, así, únicamente a las del oficio diplomático, sino también a una serie de experiencias, modales y conductas que, tornadas hábitos, nos facilitaron transitar en la diplomacia.

Entre quienes con él trabajamos, nadie hay que le regatee gratitud y aprecio, cariño en muchos casos.

La última etapa de su vida no fue corta, luego de jubilarse. Sabemos que no volvió a la Secretaría y que su tiempo libre lo dedicó a leer, sobre todo.

Si hay vidas que son una enseñanza, acaso la de don Roberto lo fue –además de la técnica diplomática- en el gozo sereno de las bondades de cada día, en la tranquilidad con la que asumía los acontecimientos o la alegría reposada de los momentos de dicha.

Pocas veces lo vi después de su retiro, siempre apacible y satisfecho. Su muerte fue discreta y tranquila. No otra cosa deseaba Montaigne para sí mismo.

 

LA – SMA, diciembre de 2020

 

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