En los días siguientes, mientras que las universidades Iberoamericana y Del Valle, el Colegio de México, Chapingo y otras más que ya no recuerdo, decretaban un paro académico para apoyar a las instituciones ya comprometidas con la suspensión de labores, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPS) de la UNAM, se logró coordinar la creación de brigadas informativas, destinadas tanto a la provincia, como adentro de la propia ciudad; principalmente en las colonias más populosas, intentando concientizar al pueblo de la importancia de la lucha estudiantil. No obstante, algunos radicales lanzaron una bomba pestilente al salón donde se realizaba la asamblea, lo que provocó un gran caos.
El 27 de agosto nuevamente salimos a las calles masivamente (se habló de 400 mil personas) en manifestación que, si mal no recuerdo, se concentró en Av. Reforma -a la altura del Museo Nacional de Antropología- y recorrimos el largo tramo hasta el Zócalo. Se dijo que la columna era tan enorme que mientras los primeros llegaban al Zócalo, aún quedaban manifestantes frente al Museo de Antropología. Llegamos al Zócalo nuevamente sin presencia de las fuerzas del orden. Escuchamos también a los líderes en sus arengas muy aplaudidas y al final, Sócrates Campos, miembro del Consejo Nacional de Huelga (CNH), sugirió permanecer en la Plaza de la Constitución para que el debate con representantes del gobierno se llevase a cabo ahí, públicamente, el 1º de septiembre, día del Informe Presidencial que en esa época era una ocasión para que la clase política lisonjeara al presidente en turno, mediante las oleadas de aplausos a cada frase que informaba de los logros, reales o inventados de su administración (incluso se rumoraba la existencia de un “aplausómetro”). A mi manera de ver, esa postura resultó radical y peligrosa, pero en medio del entusiasmo y los vivas a los dirigentes, se dio por aprobado, permaneciendo en el Zócalo un contingente de cerca de 5 mil muchachos que pasarían la noche ahí para presionar al gobierno. Fue un tremendo error estratégico provocar la ira de Díaz Ordaz, que costaría caro al movimiento estudiantil.
A la mañana siguiente nos enteramos que varios batallones del ejército y guardias presidenciales, apoyados por carros blindados, camiones de bomberos, innumerables patrullas de la policía y policías de tránsito, desalojaron con gran violencia a los estudiantes que habían permanecido en la Plaza; además, la prensa acusó al movimiento estudiantil de izar la bandera de huelga en el lugar de la Bandera Nacional y de introducirse a la Catedral para tocar las campanas (en cuanto a esta acusación, quedó evidenciada su falsedad unos días después, cuando el obispo Orozco Lomelín declaró que no había habido ninguna profanación de la Catedral). La verdad es que yo me retiré con mi grupo al terminar los oradores, y siempre he creído que se trató de manipulaciones del gobierno para intentar que la opinión popular que nos favorecía se sintiese ofendida y retirase su apoyo, que era fundamental. De lo que si tuve información de primera mano de parte de compañeros brigadistas, fue sobre el famoso “acto de desagravio” a la Bandera Nacional que organizó el Departamento del Distrito Federal (DDF), para lo cual se obligó a un gran número de servidores públicos a participar, lo que no les gustó y algunos que se organizaron gritaban “somos borregos de Díaz Ordaz y decimos la verdad”; el grito se generalizó y se hizo un caos, al ordenar la autoridad del DDF a los granaderos reprimir la protesta, creándose un tremendo alboroto en el que nuevamente tuvieron que participar soldados para controlar la situación, a culatazos, lógicamente.
Consecuencia inmediata del desencuentro entre el gobierno y los estudiantes fue un nuevo incremento de la represión, que dio un brutal salto de calidad cuando la vocacional 7, en Tlatelolco, fue atacada por un grupo grande de individuos embozados que dispararon ametralladoras y rifles de alto poder contra los muchachos que se encontraban en ella haciendo vigilia. Los residentes del conjunto habitacional y los estudiantes de dicho recinto quisieron realizar un mitin la tarde del día siguiente para denunciar el ataque artero, pero la policía y el ejército se los impidieron y volvieron a ocupar sus instalaciones. A través de los años tuve oportunidad de escuchar testimonios que relatan que los estudiantes de dicha Vocacional jugaron un importante papel de liderazgo entre sus compañeros de otras escuelas vocacionales, lo cual fue factor para que la represión se cebara en ellos. Con el tiempo, las instalaciones fueron demolidas y he leído artículos de investigación en la prensa que informan de la matanza de 50 jóvenes cometida por el tristemente célebre Batallón Olimpia una semana antes del 2 de octubre en Tlatelolco; no me resulta increíble, dada la bestialidad con la que actuaron soldados y policías en esos aciagos días de 1968.
Nuestros dirigentes reunidos en el CNH emitieron cinco acuerdos el día 30 de agosto con el fin de procurar nuevamente que pudiese iniciarse el diálogo con el gobierno, siendo éstos:
1º. No se realizarán mítines ni manifestaciones estudiantiles en el Zócalo el domingo 1º de septiembre.
2º. Manifiesta su disposición a iniciar el diálogo en corto plazo, siendo condiciones únicas que se efectúe públicamente y que cese la represión.
3º. Ya se han designado a las comisiones estudiantiles que dialogarán con el gobierno, faltando solamente la confirmación de las autoridades.
4º. El CNH desarrollará una ofensiva política en los sectores populares, mediante las brigadas estudiantiles, que tienen instrucciones de no adoptar actitudes provocadoras contra la policía y el ejército, pues eso denigraría al limpio movimiento estudiantil; y
5º. El movimiento estudiantil no tiene relación alguna con los Juegos Olímpicos y no es su deseo entorpecer su celebración.
Con la adopción de esos acuerdos, el CNH demostró su mesura, su deseo de encontrar soluciones justas y equilibradas a la problemática que planteábamos los estudiantes y, sobre todo, nuestra intención de no interferir con los Juegos Olímpicos que se inaugurarían el 12 de octubre. Desgraciadamente, el presidente Díaz Ordaz no estaba dispuesto a dejarse torcer el brazo ni a que el “sagrado principio de autoridad” fuera ni siquiera mínimamente cuestionado por la juventud mexicana. Había que dar un escarmiento severo que borrara cualquier duda de quién mandaba en el país. Esa fatal decisión se evidenció al día siguiente, 31 de agosto, cuando nuevamente se produjeron ataques con ametralladoras y rifles de grueso calibre contra las vocacionales 4 y 7, que tuvieron como consecuencia numerosos estudiantes y transeúntes heridos y, al mismo tiempo, la policía realizó innumerables aprehensiones de brigadistas, que cumplían con su labor informativa en zonas populares. El daño pudo haber sido aún peor, pero en mercados populares los propios locatarios y los clientes opusieron resistencia al ingreso de granaderos, permitiendo vías de escape a los brigadistas. El apoyo del pueblo trabajador era creciente.
Y llegó el día del informe presidencial; muchos imaginamos que GDO podía provocar un cambio de rumbo con tan solo usar palabras inteligentes que nos acercaran; fue totalmente lo contrario, pues al mencionar el conflicto estudiantil lo achacó a fuerzas exógenas al estudiantado sugiriendo una posible intervención de intereses extranjeros (lo cual apuntaba naturalmente a la URSS, Cuba y demás países integrantes del bloque socialista) y amenazó, no tan veladamente, al decir “No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario”.
Cerrado totalmente a cualquier postura que no fuera la de agachar la cabeza y obedecer ciegamente al Gran Tlatoani. Ahí fue, en realidad, cuando se emitió la sentencia de muerte del Movimiento Estudiantil de 1968; quedó solamente conocer cuando habría de aplicarse. Desgraciadamente, nosotros los estudiantes no pudimos ver lo que se nos venía encima; creíamos que nuestras demostraciones tumultuarias, gigantescas y el creciente apoyo popular, obligarían al Estado a retroceder y a concedernos algunas de nuestras más caras demandas y que nuestro regreso a clases sería uno lleno de alegría y triunfo.
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Ese año de 1968 me tocó la obligación de realizar el Servicio Militar (SMN) que legalmente los mexicanos deben cumplir al llegar a los 18 años. Me había inscrito desde comienzos del año para hacerlo los días sábado por la tarde, en el centro de adiestramiento que funcionaba los fines de semana en la explanada de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas (SCOP), en el Boulevard Xola y la Calzada del Niño Perdido; por mi nivel de estudios me asignaron rango de sargento primero. Desde el mes de julio, fuimos informados que nuestro batallón estaba entre los seleccionados para participar en las prácticas previas de la inauguración de los Juegos Olímpicos, lo cual parecía ser un gran honor, pero pronto descubrimos que era, en realidad, una verdadera monserga, porque no se tenía la menor consideración hacia nosotros; nos citaban a las 6 am y en día domingo, por el rumbo de la fábrica de papel de Peña Pobre y ahí nos tenían sin hacer nada hasta las 10 de la mañana; luego nos llevaban marchando hasta un estadio pequeño -creo se llamaba estadio de prácticas- en Ciudad Universitaria, para finalmente hacer la práctica algunas horas más tarde. Al terminar a veces nos daban una torta y un refresco antes de liberarnos.
Hubo sin embargo una ocasión, el 25 de agosto, cuando ya el movimiento estudiantil estaba en pleno apogeo, en la que fue tan notorio el abandono en que nos tenían que, estando ya en el estadio para la práctica, pasaron las horas y entramos en desesperación, hambrientos y sedientos, en tanto que los militares a cargo del ejercicio estaban tranquilos en una tarima en actitud de esperar a alguien que no llegaba. Algunos compañeros comenzaron a gritar consignas contra el gobierno, las cuales fueron rápidamente repetidas por el resto del batallón. Uno de los militares se dejó venir desde la tarima y en forma agresiva exigió silencio, pero nadie le hizo caso; se exasperó aún más y dio un golpe a un compañero que gritaba “Díaz Ordaz, dónde estás; libertad Vallejo, Díaz Ordaz pendejo”. Ante esa agresión todos nos lanzamos hacia él y a aventones lo hicimos huir hacia la tarima; dijo algo a los otros tres y se fueron. Nosotros hicimos lo propio y no se efectuó la práctica programada. Nos fuimos por los prados de CU cantando alegremente nuestras canciones contra el gobierno.
El siguiente sábado 31 de agosto, acudí como era usual al entrenamiento militar en la SCOP; todo siguió su curso acostumbrado y tres horas después sonó el clarín llamando a formación (siempre terminábamos de esa forma el entrenamiento sabatino). El comandante del regimiento, un general en edad avanzada que me parece que en realidad ya estaba en retiro, inició sus palabras con un fuerte regaño por lo sucedido en CU la semana anterior; algunos compañeros le silbaban y otros comenzamos a repartir volantes informativos. Mi entusiasmo me llevó a hacerme demasiado visible y siendo de por sí más alto que la media del mexicano, finalmente el general me descubrió, suspendió su discurso y dijo: “a ver tú, que repartes papeles entre los soldados, ven acá”; quise que me tragara la tierra, pero el capitán del batallón me vio también y no tuve más remedio que dar la cara; todavía desde mi lugar puse la mano en mi pecho como preguntándole ¿Quién, yo? Y gritó: sí, tú, no te hagas tarugo; entonces, seguido por el capitán me dirigí hasta donde estaba el comandante quien me pidió darle un volante; se lo di y dijo: “Así que repartiendo propaganda subversiva, eh”. Con el poco aplomo que tenía le respondí que eran las demandas de los estudiantes mexicanos a su gobierno. Me dejó con la palabra en la boca y le dijo al capitán que me llevara detenido al cuartel de La Ciudadela.
Al terminar el acto de cierre de actividades, efectivamente el capitán me subió a su automóvil y fuimos a la Ciudadela; la verdad es que en el camino me hice toda clase de conjeturas y me planteaba escenarios de lo más macabros, viéndome en un calabozo tan asqueroso como el que hube de visitar cuando me golpearon los granaderos; afortunadamente, a la entrada del cuartel el capitán habló brevemente con el guardia de la entrada, quien me dijo quédate ahí, que ahorita vengo. El capitán desapareció al entrar al cuartel y no supe más de él; media hora más tarde regresó el soldado que me miró algo sorprendido y me dijo: “invítame un refresco y luego de vas a tu casa; qué otra chingada cosa puedo hacer contigo”. Y en verdad le compré una coca cola y me despidió amablemente.
Los demás días sábado en que fui a cumplir con el SMN no tuve inconvenientes pues ninguno de los militares encargados me hizo señalamiento alguno; eso sí, nos cuidamos muy bien de cometer errores como el mío. Tampoco en los días que nos pusieron a hacer valla para eventos relacionados con los juegos, una vez en la inauguración, que nos tocó hacer valla en Insurgentes a la altura de Félix Cuevas, y otra sobre Río de Churubusco, en la caminata de 20 Km., la altura de la alberca olímpica. Viene a mi memoria un pequeño incidente que ocurrió en nuestra sección durante la inauguración; casualmente, el corredor que portaba la antorcha encendida concluyó ahí el tramo que le correspondía, encendió al siguiente corredor la suya y aquél partió, momento en que algún espectador entusiasta arrancó la antorcha al cansado corredor, que no objetó, pero un grupo de granaderos intentó lanzarse en su persecución (algo sin sentido realmente, pues la antorcha ya había sido usada y perdido su importancia), pero nuestro destacamento, por donde pasó huyendo el joven, impidió el paso a los granaderos que intentaron forcejear con nosotros, pero nuestra superioridad numérica terminó disuadiéndolos.
Algo que también recuerdo nítidamente es que ya en diciembre, en la última fecha de entrenamiento nos debían entregar nuestras cartillas ya liberadas; sin embargo, el capitán nos quiso sacar dinero para entregárnoslas y entonces nosotros reaccionamos con bastante violencia; lo acorralamos enfurecidos, le arrebatamos las cartillas y nosotros nos las repartimos y luego decidimos quemar nuestros uniformes como última pequeña muestra de nuestra rebeldía contra esos símbolos del Estado represor y corrupto, hasta el tuétano.
Luego de las amenazas contenidas en el discurso de GDO durante el Informe de Gobierno, como ha sido costumbre en nuestro país, numerosos legisladores ofrecieron su total e incondicional apoyo al presidente (la cargada, se le llamaba) para que utilizara las fuerzas armadas, incluyendo la Aviación y la Marina en defensa de la seguridad interior y exterior de México, es decir, aprobaron que el Ejecutivo lanzase las tropas contra los estudiantes inermes, so pretexto de que ponían en riesgo la estabilidad del país. ¡Qué falta de confianza de la clase política mexicana en la democracia¡ Para dichos legisladores, obsecuentes cómplices del Poder, la juventud mexicana era un peligro para el país por insistir en que se escuchara su voz que tan solo demandaba uno que otro cambio que permitiera una mayor participación en los asuntos de interés colectivo. En tanto, los estudiantes realizamos asambleas para debatir la sugerencia del Rector Barros Sierra de retornar a las aulas (seguramente, con su experiencia, él ya avizoraba el zarpazo que se nos daría) y, como era de esperar, votamos por continuar la huelga.
El viernes 13 de septiembre fue un día verdaderamente especial, pues realizamos nuevamente una gigantesca manifestación, que se denominó Manifestación Silenciosa en la que 250 mil almas marchamos nuevamente desde Antropología hasta el Zócalo en total silencio, luciendo nuestras pancartas, con el puño en alto y la boca tapada con esparadrapo u otros materiales. No sospechamos que era esa la última vez que el aparato represor del Estado nos permitiría hacer uso de nuestro constitucional derecho, y lo disfrutamos a plenitud, aún convencidos de que estábamos muy cerca de ganar la partida. Ese fin de semana distintas autoridades de la UNAM, integrantes del Consejo Universitario, directores de facultades, escuelas e institutos nombraron una comisión presidida por el Rector Barros Sierra, que redactó un manifiesto que declaraba su solidaridad con las exigencias de los comités de huelga, declaraba que no trataba de suplantarlos y que de ninguna forma se ofrecerían para servir de intermediarios con el gobierno de Díaz Ordaz.
Para nuestra sorpresa, luego de las fiestas del 15 y 16 de septiembre, al anochecer del 18 y estando en la FCPS haciendo volantes en mimeógrafo, un compañero llegó y con el rostro demudado nos dijo que había tropas del ejército a la altura de la avenida Miguel Ángel de Quevedo (popularmente conocida como Taxqueña) y que aparentemente se estaban preparando para subir hacia CU. Algunos compañeros, y yo mismo nos declarábamos incrédulos pues esos rumores sucedían casi a diario. Viendo su rostro de angustia, creo que le concedí el beneficio de la duda y accedí a ir con él en su auto para corroborar su alarmante dicho y con enorme susto comprobamos que algunos vehículos militares subían ya la primer larga cuadra de la avenida Universidad a la altura del centro comercial; regresamos apresuradamente y dijimos que era cierto, que el ejército se dirigía a la ciudad universitaria: unos pocos lo creyeron y otros simplemente no hicieron caso. Nosotros, que éramos seis o siete, decidimos irnos en el auto del compañero y nos dirigimos rápidamente a la salida de avenida Universidad; llegando a la avenida Copilco nos encontramos con los primeros carros de combate y transporte de tropas que, para nuestra suerte, no hicieron absolutamente nada por detenernos, sino que continuaron hacia el acceso principal. El resultado de la acción militar fue terrible, pues más de 500 estudiantes, maestros, simples trabajadores y funcionarios universitarios fueron capturados y llevados a diversos centros de detención, incluso el Campo Marte.
Con esta acción se puso en claro que Díaz Ordaz estaba plenamente dispuesto a utilizar el visto bueno que el senado de la República le había entregado para aplastarnos a como diera lugar. El presidente de la Gran Comisión de la Cámara de Diputados, Luis M. Farías, justificó la acción gubernamental y pidió a las autoridades universitarias que agradecieran al gobierno federal por lograr “restablecer el orden en el campus universitario” y que le solicitasen su devolución para dedicar las instalaciones para el objeto de su existencia: la enseñanza y la investigación, solapando completamente el trasfondo sociopolítico del movimiento estudiantil, que pugnaba por ínfimas muestras de democratización efectiva del país. En la misma Cámara de Diputados se intentó aviesamente culpar de incapacidad al Rector Barros Sierra quien, en su respuesta, señaló: “Así como apelé a los universitarios para que se normalizara la vida de nuestra institución, hoy los exhorto a que asuman, donde quiera que se encuentren, la defensa moral de la Universidad Nacional Autónoma de México y a que no abandonen sus responsabilidades… La razón y la serenidad deben prevalecer sobre la intransigencia y la injusticia”. Pero los diputados no cejaron en su empeño por destruir políticamente al Rector, en especial el diputado Octavio Hernández, quien incluso llegó a afirmar que la actitud “pasiva” de Barros Sierra tenía mucho de criminal y que en sus actos había igualmente muchos matices de delito.
Ante tantas presiones, el lunes 23 de septiembre el Rector entregó su renuncia al Consejo Universitario declarando que obviamente la autonomía universitaria había sido violada; además, sobre los ataques de que era objeto, señaló: “Es bien cierto que hasta hoy proceden de gentes menores, sin autoridad moral; pero en México todos sabemos a qué dictados obedecen. La conclusión inescapable es que quienes no entienden el conflicto, ni han logrado solucionarlo, decidieron a toda costa señalar supuestos culpables de lo que pasa y entre ellos me han escogido a mí”. Sin embargo, la Junta de Gobierno de la UNAM no aceptó la renuncia, por lo que el Rector reconsideró su decisión ante el apoyo unánime que recibió de la comunidad universitaria.
En esas mismas fechas, la violencia gubernamental fue nuevamente in crescendo, sucediéndose ataques a varias escuelas vocacionales y a las instalaciones politécnicas en el casco de Santo Tomás, en Zacatenco y en algunas escuelas preparatorias como la número 7 (La Viga). Además, el ejército ocupó con lujo de violencia instalaciones del Politécnico en Santo Tomás y la Vocacional 7 en Tlatelolco, que jamás fue devuelta a las autoridades del IPN -en la cual se habría realizado una matanza de jóvenes estudiantes, según mencioné anteriormente- para impedir excavaciones forenses que habrían resultado muy reveladoras.
El jueves 26 la tensión en las calles era tremenda; los estudiantes no teníamos forma de reunirnos sin poner en peligro nuestra libertad, pues el patrullaje en toda la ciudad era por demás notorio y, aparentemente, cualquier aglomeración de más de cuatro personas invitaba a los policías, a los granaderos o a piquetes de soldados a disolvernos a como diera lugar. Supimos que el CNH convocaba a un mitin en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco y, en previsión de que se desatara la violencia, convencí a mi novia y a su hermana para que permanecieran en su casa. Apenas salí de mi trabajo en avenida Juárez, me dirigí a Tlatelolco para observar el ambiente y de alguna forma vigilar a las decenas de agentes vestidos de civil. Noté que en todas las azoteas había personas que evidenciaban su carácter de vigilantes; pero al comenzar finalmente el mitin no se concretó ninguno de los presagios fatalistas, siendo todo normal; se acordó apoyar la permanencia del Rector Barros Sierra, aunque se reiteró que no nos representaba. Fui después al departamento donde mi novia vivía con sus hermanas y el esposo de la mayor y les platiqué de la insólita tranquilidad con que se desarrolló el mitin, a pesar de que la Vocacional 7 estaba ocupada por numerosos soldados.
El 30 de septiembre, en lo que nos pareció un gesto gubernamental de aproximación, el ejército desocupó la Ciudad Universitaria, entregando las instalaciones a las autoridades de la institución. Cuando ingresamos a la FCPS notamos que hubo saqueo en las oficinas administrativas y destrozos inexplicables en las aulas de nuestra minúscula facultad (por algo le llamábamos el Kinder), con inmundicia acumulada en forma por demás soez. Fue claro que los soldados tuvieron carta blanca para sus excesos, so pretexto de la búsqueda de “materiales subversivos”, con propaganda comunista de la Unión Soviética o de Cuba, que el gobierno aseguraba que encontrarían, cuando lo único que había eran los volantes que imprimíamos en mimeógrafo para informar al pueblo del desarrollo de los acontecimientos y de las agresiones que los estudiantes sufríamos a manos de los represores.
Y llegó el fatídico 2 de octubre. Al iniciarse el día, el ambiente parecía alentador pues por la mañana hubo una reunión con representantes del presidente Díaz Ordaz, los señores Andrés Caso Lombardo y Jorge de la Vega Domínguez, quienes años después llegarían a ocupar altos cargos en los gabinetes presidenciales; tal reunión indujo a muchos de nosotros a pensar que se había abierto un espacio de negociación y que, por tanto, era improbable que hubiera represión, sobre todo contra una reunión pública y pacífica de estudiantes y otros grupos sindicales y sociales de apoyo. Con esa equivocada idea, mi novia, su hermana y yo habíamos decidido acudir al mitin que se convocó para desarrollarse durante la tarde de ese día.
Yo nuevamente me adelanté a la llegada de ellas, pues me salí temprano de la oficina del ISSSTE en avenida Juárez y corrí hacia las taquerías que en esa época existían en Plaza de
la República, a un costado del frontón México; al cruzar la calle, momentáneamente llamó mi atención la presencia de varios autobuses de línea estacionados en contra esquina del frontón México, unos pasos al norte de la avenida Juárez; afuera y dentro de los camiones, personas que evidentemente eran integrantes de la Dirección Federal de Seguridad, que contaba con oficinas en el viejo edificio del ISSSTE, el antiguamente llamado edificio de Pensiones (que se derrumbó con el terremoto del 19 de septiembre de 1985). Tontamente, no cupo en mí sospecha alguna al ver que muchos de ellos llevaban guantes blancos y gabardinas. Por la urgencia de irme a Tlatelolco, comí rápidamente un par de tacos de bistec y costilla, que en esa época aún eran muy llenadores, pues tenía vacío el estómago al no haber desayunado por levantarme tarde, debido al desvelo hasta altas horas de la noche de estar en casa de mi novia.
Una vez satisfecho, me apresuré a llegar a la Plaza de las Tres Culturas, lo que pude hacer a eso de las tres de la tarde, cuando aún la enorme plancha de concreto no estaba pletórica de gente, pues los distintos grupos estudiantiles y organizaciones sindicales y sociales que nos apoyaban apenas iban llegando. Al pasar por la fosa de las excavaciones prehispánicas, cerca de la Secretaría de Relaciones Exteriores, divisé al otro lado a mi hermana Marina que, con su blanco uniforme de estudiante de medicina estaba sentada junto a otros futuros galenos; le grité, volteó y me saludó de mano, y a gritos le dije que al terminar el mitin hiciéramos algo juntos y ella asintió. Seguí adentrándome en la plaza y llegué hasta el Asta bandera, frente al edificio Chihuahua y ahí me planté y comencé a observar los alrededores y los techos de los edificios cercanos viendo desde luego a los acostumbrados agentes policiacos vestidos de civil, vigilando. Unos minutos después llegó mi novia con su hermana y olvidé mis preocupaciones.
Un rato después, en medio de la algarabía de la muchedumbre, que continuaba ingresando a la Plaza de las Tres Culturas, desde el segundo o tercer piso del edificio Chihuahua -no recuerdo con exactitud- escuchamos la voz de un compañero quien expresaba que daba comienzo el mitin. Recuerdo que hubo uno o dos oradores y el evento se desarrollaba con normalidad; sin embargo, en algún momento alguien informó por el micrófono que tropas del ejército estaban rodeando la Plaza y como además del mitin en Tlatelolco la convocatoria incluía una marcha a Zacatenco para exigir su desocupación por parte del ejército, se expresó que seguramente esas tropas tenían como objetivo impedirnos llevar a cabo la marcha, por lo que se nos propuso y aprobamos por aclamación que terminando el mitin nos disolveríamos; es decir, que para evitar provocaciones innecesarias, no seguiríamos adelante con la marcha hacia esas instalaciones del IPN.
Pasaron unos cuantos minutos y pareció que todo seguiría un curso normal e incluso continuaban anunciando el ingreso de contingentes sindicales y se pedía aplaudirles como forma de saludo pero, de pronto, se oyó un sonido como de arma y vimos como una luz de bengala surcaba el espacio, se abrió un mini paracaídas y la bengala comenzó a descender; de inmediato, desde nuestro lugar sentimos como un movimiento de la masa de gente y se comenzó a escuchar gritos de alerta: ¡El ejército! ¡El ejército! Yo, instintivamente miré hacia el foso donde vi a mi hermana y con desaliento y terror me di cuenta que esa zona se pintaba de color verde, pues la tropa ya invadía la Plaza; no había rastro de ella ni de sus compañeros. Un remolino de gente se nos vino encima y de improviso escuchamos disparos que provenían de abajo del edificio Chihuahua; agentes vestidos de civil tiraban sus gabardinas, levantaban su mano izquierda en la que se habían puesto un guante blanco, sacaban sus armas y disparaban a discreción contra nosotros; como si hubiera sido una señal, el ejército disparó también, no contra quienes tenían las pistolas a la vista sino contra los inermes asistentes al mitin; el área se convirtió en cuestión de segundos en zona de combate, donde solo se escuchaban el estruendo de distintas e innumerables armas, incluyendo el sonido inconfundible de las ametralladoras. Nuevamente, el instinto prevaleció y de manera pronta tomé a mi novia y su hermana y las forcé a tirarse al suelo y les dije que avanzáramos arrastrándonos hacia el norte de la Plaza.
Pareció una eternidad arrastrarse no más de veinte metros, pero el terror se había apoderado de la multitud y de nosotros mismos; teníamos la garganta totalmente seca (curiosamente, en ese instante saltó a mi mente un recuerdo de mi niñez, un 30 de diciembre de 1960, en Chilpancingo, Guerrero, en que en circunstancias que yo desconocía se produjo una terrible balacera en la calle de mi casa y otras más que circundaban la Universidad de Guerrero, cuyos estudiantes sostenían una larga huelga contra el gobernador Raúl Caballero, con saldo de decenas de muertos y muchos más, heridos), como si hiciera días que no hubiéramos tomado ningún líquido y al voltear hacia el Asta bandera veíamos caer gente, ya sea alcanzada por balas del ejército o de los agentes del guante blanco, o por tropezarse con cuerpos de otros ya caídos, lo que nos causaba aún mayor angustia. Al llegar adonde terminaba la plancha principal de concreto quisimos saltar pero el siguiente tramo estaba atestado ya de gente y quisimos detenernos; sin embargo el empuje de quienes venían detrás nos lanzó encima de ellos y luego más gente cayó sobre nosotros por lo que por momentos quedamos inmovilizados; cuando finalmente pude erguirme, me di cuenta que se me habían salido los zapatos; ¡tuve la loca idea de que si me mataban, debiera llevar puestos mis zapatos¡, por lo que comencé a buscarlos entre muchos otros que la gente dejó en su carrera por la vida, los encontré y me los puse; en esos dramáticos segundos observé como jóvenes imberbes usaban sus zapatos para responder a la fusilería del ejército y pensé ¡qué locura! Mi novia, entre tanto, no percibió cuando su hermana se nos adelantó y al no verla, quería regresar a buscarla en la Plaza y como estaba a punto de un ataque de histeria le di un fuerte jalón del brazo y logré mostrarle a su hermana que estaba a unos 10 metros de nosotros; la alcanzamos y caminamos unos cuantos pasos hacia el norte; había un destacamento de soldados que con la bayoneta calada en sus fusiles nos forzaba a movernos al oriente por el primer pasillo después de la Plaza; llegamos a otro pasadizo entre edificios y ahí también había soldados que nos hostigaban para continuar avanzando con dirección oriente; esto se repitió en uno o dos pasillos más y finalmente llegamos a uno que no tenía presencia de la soldadesca; corrimos y llegamos a la calle Manuel González. Comenzamos a juntarnos quienes lográbamos salir ilesos y tratando de darnos aliento ante tan cruel circunstancia, lanzamos nuestro grito universitario: ¡Goya, cachún, cachún, rárá, cachún, cachún, rárá, Goya, Universidad¡
Minutos después vimos que se nos aproximaba una tanqueta del ejército y un destacamento de infantería, por lo que nuevamente corrimos hacia el norte de Tlatelolco. Algunas cuadras adelante, le dije a mi novia y su hermana que se fueran en taxi a su casa, pues yo debía regresar para tratar de localizar a mi hermana Marina, de cuyo destino temía lo peor. Sin embargo, ellas me rogaron muy insistentemente y lograron hacerme entrar en razón, pues realmente hubiera sido suicida intentar volver a una Plaza repleta de fuerzas gubernamentales, aunque se escuchaban todavía numerosos disparos. Finalmente, tomamos un taxi y pedimos al conductor que nos llevase a la colonia Álamos, a la casa de sus padres. Apenas habiendo ascendido al vehículo, el chofer dijo algo que me hizo perder los estribos, señalando que los estudiantes teníamos bien merecido lo que sucedía, por andar de alborotadores; estuve a punto de armar una trifulca, pero las muchachas me hicieron calmarme y ellas inteligentemente pidieron al taxista que pusiera música en su radio.
Al cruzar las calles de la ciudad rumbo al sur, nos dimos cuenta que en las calles había un gran nerviosismo pues la noticia se había esparcido como reguero de pólvora. Yendo aún en camino a la colonia Álamos decidimos mejor ir primeramente a mi hogar, con la esperanza de que mi hermana llegara a nuestra casa en la ya citada colonia Sector Popular, en el comienzo de la delegación Iztapalapa. Llegamos a eso de las 7 de la noche, pero Marina no aparecía por ningún lado; la desesperación estaba cundiendo en mí y pensé que lo mejor sería que mi novia y su hermana regresaran con sus padres. Salimos a buscar un taxi, que abordaron prontamente y las despedí, quedando de avisarles tan pronto supiera algo de ella.
Alrededor de las 10 de la noche llegó mi madre, con el rostro descompuesto de desesperación, pues en su trabajo en el ISSSTE se había sabido prontamente de los terribles sucesos y había llamado a la casa tratando de encontrar a alguno de nosotros, sin éxito pues a esa hora yo aún estaba en camino. Cuando me vio, su rostro se alivió ligeramente, pero de inmediato me preguntó por Marina y cándidamente le comenté como la había visto en Tlatelolco antes que comenzara el mitin y el posterior ataque del ejército. Por una vez en su vida, mi madre pareció perder la compostura, incluso la cordura, y me gritó que era mi culpa si moría mi hermana; se me salieron las lágrimas y traté de calmarla asegurándole que Marina no era ninguna tonta y que seguramente había escapado o se había refugiado en algún domicilio en la zona de Tlatelolco. Sin embargo, mi madre estaba tan desesperada que entonces le dije que iría a buscarla y salí a la calle, aunque solamente me dediqué a dar vueltas en las calles aledañas, con la esperanza de verla descender de algún autobús.
Desgraciadamente, pasaron casi cuatro horas y no aparecía mi hermana. Pasó el último autobús de esa noche; ya eran casi las 2 am y regresé a casa. Mamá ya estaba más tranquila; me dijo que si en la mañana aún no aparecía Marina, no iríamos al trabajo y nos dedicaríamos a buscarla en todos los centros de detención, hospitales y hasta en la morgue. Yo tragaba saliva por la angustia acumulada y, en eso, escuchamos que se abría el portón de entrada a la casa e instantes después, oímos sus pasos subiendo las escaleras.
Marina venía muy pálida y carecía de su bata de médico; nos contó que cuando todo comenzó, ella y sus compañeros pudieron moverse antes que llegara la tropa hasta donde ellos se encontraban y fueron trasladándose de manera casual siguiendo la marea humana que huía; que en esos andares debieron levantar entre varios a una persona herida en una pierna, lo que hizo más lento su movimiento, no pudiendo ya salir del conjunto habitacional, resguardándose finalmente en el departamento de un valiente vecino que abrió sus puertas pese al enorme riesgo que corría. Ahí permanecieron hasta la medianoche efectuando curaciones al herido; a esa hora avanzada reinaba una calma sepulcral, y el vecino la acompañó al salir, por si los soldados la interrogaban, cosa que no ocurrió. Logró tomar un taxi y vino directamente a casa. Al igual que yo, pudo presenciar cómo caía un sinnúmero de personas que eran alcanzadas por las balas.
La mañana siguiente, el idealista que había -y aún hay- en mí, se decía que el artero ataque tendría consecuencias nefastas para el presidente Díaz Ordaz, pues en mi mente no cabía posibilidad alguna de que tamaño crimen pudiese quedar impune. Llegué a pensar que el Congreso de la Unión lo destituiría. Sin embargo, al salir a buscar la prensa me llevé tremenda decepción pues todos hablaban horrores contra el estudiantado y llenaban de halagos a Díaz Ordaz. El Sol de México, de la cadena García Valseca informaba: “Manos extrañas se empeñan en desprestigiar a México. El objetivo: Frustrar los XIX Juegos. Y en el cintillo: “Francotiradores abrieron fuego contra la tropa en Tlatelolco”. “Heridos un general y once militares; 2 soldados y más de 20 civiles muertos en la peor refriega. Por su lado, El Universal señalaba: “Tlatelolco, campo de batalla”. “No habrá estado de sitio afirmó García Barragán”. “Durante horas, Terroristas y Soldados sostuvieron rudo combate. “29 Muertos y más de 80 Heridos en Ambos Bandos; 1000 Detenidos”.
A su vez, Excelsior encabezó: “Recio Combate al Dispersar el Ejército un mitin de Huelguistas”. 20 Muertos, 75 Heridos, 400 Presos”. Lo único que me pareció destacable de ese medio fue la caricatura, todo el recuadro en negro y arriba solamente la palabra ¿Porqué? Novedades igualmente soslayó la realidad: “Balacera entre Francotiradores y el Ejército en Ciudad Tlatelolco”. “Datos Obtenidos: 25 Muertos y 87 Lesionados: El Gral. Hernández Toledo y 12 Militares más están heridos”. También me causó náuseas el periódico El Día, que usualmente yo leía, al informar así: “Criminal Provocación en el Mitin de Tlatelolco causó Sangriento Zafarrancho”. “Muertos y Heridos en Grave Choque con el Ejército en Tlatelolco: Entre los heridos están el general Hernández Toledo y otros doce militares. Un soldado falleció”. “El número de civiles que perdieron la vida o resultaron lesionados es todavía impreciso”.
Lógicamente, el gubernamental diario El Nacional señalaba: “El Ejército tuvo que repeler a los Franco-tiradores(sic): García Barragán”.Una excepción muy notable, días después, fue la revista Siempre, de don José Pagés Llergo, que si bien tuvo entre sus comentaristas una diversidad de opiniones y enfoques, la caricatura de la portada fue absolutamente reveladora: el gorila con la boca llena de sangre, blandiendo un garrote, caminando por la Plaza, pletórica de caídos.
Mención aparte me merece la revista Porqué, de Mario Menéndez Rodríguez, quien se atrevió a publicar una edición extraordinaria con fotografías y reseñas de las escenas dantescas de cuerpos sin vida tirados en la Plaza, en las calles y en las instalaciones forenses de la ciudad. Él llegó a la conclusión de que el régimen debía cambiarse mediante las armas y se fue a la guerrilla. Tiempo después fue apresado y estuvo en prisión cumpliendo una larga condena, hasta que fue liberado en un intercambio por el rector de la Universidad Autónoma de Guerrero (UAG), Jaime Castrejón Díez, secuestrado por guerrilleros liderados por Genaro Vázquez Rojas, en la misma entidad.
Para mí, la información publicada por la prensa mexicana, no fue otra cosa que una sarta de calumnias, mentiras y verdades a medias y dio plena justificación al epíteto que tantas veces lanzamos al marchar por las calles: “Prensa vendida”. Vendida y amordazada por el control que en esa época ejercía el gobierno a través del papel (la empresa paraestatal PIPSA tenía el monopolio) que se importaba para que los diarios pudiesen ser impresos. La prensa que intentaba ejercer su derecho a la crítica, enfrentaba inmediatamente problemas al solicitar abastecimiento de ese material indispensable, así que incluso se ejercía la autocensura.
No es que desconozca que unos cuantos jóvenes (estudiantes o no) hubieran acudido al mitin portando armas de fuego (básicamente de pequeño calibre); pienso particularmente en los muchachos de la Vocacional 7, que unos días antes fueron masacrados al ingresar el ejército a su plantel, o algunos otros politécnicos y universitarios que enfrentaron la brutalidad de soldados y granaderos cuando trataban de manifestarse pacíficamente y que pensaron que para esa ocasión iban a ir preparados para defenderse de una nueva agresión injustificada.
Yo me pregunto: ¿acaso los manifestantes provocamos al ejército? ¿Por qué se dio la orden de ingresar a la Plaza, si no estábamos cometiendo delito alguno? ¿Acaso era delito el simple hecho de reunirnos? Y ya habíamos acordado suspender la marcha a Zacatenco y disolvernos al terminar el mitin, precisamente para no caer en provocaciones. Yo fui y seré hasta el fin, testigo ocular, de que los primeros disparos salieron de las armas que portaban los agentes de la DFS con su guante blanco como distintivo y también testifiqué su presencia frente al monumento a la Revolución, horas antes de la masacre. ¿Cuál es la provocación a que aludieron algunos periódicos? ¿Francotiradores? Yo vi, al igual que en otros mítines en Tlatelolco, que las azoteas estaban ocupadas por agentes policiacos sin uniforme, no por estudiantes. Entonces, ¿fueron esos los presuntos francotiradores?
En los días siguientes nos reuníamos en casa de algunos compañeros e intercambiábamos nuestras terribles y dolorosas experiencias. Recuerdo un compañero que aseguraba haberse refugiado en una panadería que existía en el edificio siguiente al Chihuahua en dirección oriente. Que estaba repleto de personas con ataques de pánico e histeria y que de pronto apareció un soldado que, al verlos, disparó su arma automática hiriendo a varias personas de edad diversa; otro, contó que al iniciar la huida cayó entre unos maceteros y que un soldado saltó junto a él, intentando cubrirse de disparos que aparentemente provenían de un helicóptero; el soldado, según el compañero, únicamente le dijo: cúbrete, porque éstos del helicóptero solo quieren sangre, no importa de quien. Y así, fueron cientos de narraciones que fui conociendo. Recuerdo el escándalo que armó la periodista italiana Oriana Falacci, quien resultó herida de bala y según ella misma afirmó, la llevaron como fallecida a los servicios forenses, al señalar que Tlatelolco fue una masacre peor de lo que había visto como corresponsal de guerra en varios conflictos internos e internacionales.
La “verdad histórica”, término que los gobiernos del PRI pusieron de moda con motivo de la masacre de los estudiantes de Ayotzinapa en septiembre de 2014, no puede ser, no pudo ser ni podrá ser suplantada por las tergiversadas versiones que los distintos gobiernos han tratado de utilizar para echar la culpa a quienes solamente hacíamos uso de nuestros derechos constitucionales.
La terrible masacre de Tlatelolco dejó al estudiantado en una condición de perplejidad, de desaliento y desesperanza; terminó desmovilizado en pocas semanas, convenciéndose unos de que el único camino a seguir era la vía armada, por lo que algunos jóvenes intentaron y lograron enrolarse con los movimientos armados que tenían presencia en Guerrero, fundamentalmente. Otros, destrozadas sus esperanzas y anhelos democratizadores, nos unimos, temporal, imperceptiblemente y con diversa intensidad, al movimiento hippie (la onda) que floreció grandemente en México luego del 2 de octubre y que tuvo su expresión más acabada en el festival musical de Avándaro, en septiembre de 1971, donde nos reunimos más de 200 mil jóvenes a escuchar música de Rock. Obviamente, este escape tampoco fue del agrado de las autoridades, que prohibieron durante décadas la realización de otros festivales al aire libre, quedando solamente la posibilidad de realizarlos dentro de las instalaciones de Ciudad Universitaria.
Pero pese a toda nuestra rabia contra el gobierno y la sociedad misma que se hizo de la vista gorda ante la matanza, poco a poco comprendimos que nuestras vidas debían seguir un curso que nos permitiera superar el trauma y tener un proyecto vital personal razonablemente aceptable, por lo que cada uno debió tomar sus propias decisiones. En mi caso, comprendí que la carrera que me había atraído me facilitaba mis anhelos de superación. No habiendo tenido nunca el espíritu de la ganancia propia del capitalismo, por lo que bajo ninguna circunstancia me interesó laborar en empresas, asumí que mi destino estaba en el servicio público, aun cuando necesariamente habría de tener vasos comunicantes con la política (que en el estilo mexicano de practicarla y que ha prevalecido desde tiempos inmemoriales es deleznable), y específicamente, en el servicio exterior de carrera.
Dos décadas después, mientras me desempeñaba como Consejero en la embajada de México en Japón, me correspondió atender a un alto funcionario del gobierno del Distrito Federal, Guillermo Cosío Vidaurri, que creo era en ese entonces secretario general o tenía un cargo parecido, quien visitaba el país en el contexto de la cooperación en materia penitenciaria entre ambos gobiernos. Durante una cena que le ofreciera el titular de la embajada, a la cual asistí como parte de mi encargo de acompañarlo y apoyarlo en su agenda de trabajo con la contraparte japonesa, surgió casualmente el tema del movimiento estudiantil de 1968 y, lógicamente, de la matanza de Tlatelolco. Cosío Vidaurri dijo con absoluto desparpajo que esa había sido una conjura comunista contra el gobierno de Díaz Ordaz, cuyas decisiones alabó con vehemencia y reiteró la versión de que los estudiantes disparamos contra el ejército. Yo sentí que la sangre me hirvió, no pude aguantar y le espeté que eso era una mentira absoluta y que yo había estado ahí, precisamente junto al asta bandera, frente al edificio Chihuahua y por lo tanto, era testigo de primera mano de que los mencionados “hombres del guante blanco”, que eran agentes de la DFS, fueron quienes hicieron los primeros disparos desde donde se habían concentrado, abajo del edificio Chihuahua, con todo y sus gabardinas y su guante blanco. Cosío intentó aún sacar otros argumentos igualmente sin sustento para justificar la masacre, pero lo paré en seco diciéndole que fue un crimen de Estado y que en algún momento la verdad finalmente terminará saliendo a la luz.
Posteriormente, Cosío comentó al embajador que era yo “demasiado radical” y que, por ello, “no iba a llegar”. Los gobiernos priistas me vieron siempre con desconfianza (decían: no es miembro del partido, solamente es “institucional”) y los del PAN, aún peor (caso bochornoso que comentaré en otro próximo artículo). No me importó en ese momento y no me importa ahora. Considero ser una persona con principios y ética y ello siempre me ha obligado a preservar y defender la verdad, así hayan pasado cincuenta años.
Una verdad muy dolorosa para un pueblo noble como el nuestro: que ambos partidos han gobernado demasiado tiempo (mucho más el PRI, desde luego, pero el PAN en tan solo dos sexenios se mimetizó de inmediato con éste), sin contrapesos reales, sin división de poderes e impulsados básicamente por la codicia, y se han aprovechado hasta el cansancio de la paciencia de los mexicanos de a pie. Han cometido fechorías y gigantescos latrocinios con la hacienda pública, han adoptado la violencia política como escudo defensivo de una clase política cada vez menos presentable, violan derechos humanos a diestra y siniestra; han asesinado, con un manto de presunta legalidad, a cientos de miles de compatriotas que, cuando menos, merecían un debido proceso; han desaparecido igualmente a miles de mexicanos que les resultaban incómodos y han solapado abusos y crímenes contra las mujeres simplemente por serlo; en fin, han adoptado durante décadas políticas públicas engañosas para enriquecerse ilícitamente, cuyos resultados son, además de mantener a una enorme porción de la población en la pobreza, empujar a muchos compatriotas, en su desesperación, a incrementar las filas del crimen organizado. La Historia no los debe absolver.
- Embajador de México, jubilado. ↑
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