La historia oficial describe al porfiriato como una dictadura hegemónica, monolítica, autoritaria y contraria a libertades políticas e individuales.
El académico norteamericano Paul Garner expuso en su libro “Porfirio Díaz: Entre el Mito y la Historia” (editorial Crítica, México, 2015), que Díaz construyó un equilibrio entre las tradiciones de autoridad personal y patriarcal, representadas por el caudillismo y las garantías electorales del liberalismo.
De acuerdo con Garner, la afiliación liberal de Díaz estuvo atenuada por el pragmatismo y una buena dosis de cinismo, junto con su búsqueda de poder. Sus estrategias políticas para mantenerse en el poder incluyeron a la represión, la coerción y el asesinato de oponentes políticos.
Tomando en cuenta que a partir de 1867 los entusiastas liberales radicales empezaron a ser reemplazados por elementos identificados con el liberalismo positivista o desarrollista, la situación emergente propició que Díaz manipulara, a partir de 1884, las prácticas constitucionales y electorales, bloqueara la creación de partidos políticos y se opusiera a reformas constitucionales que pudieran restringir su autoridad personal.
Para explicar la plataforma programática de la dictadura porfirista y su identificación con la doctrina positivista, resulta de interés dejar anotado que este método fue elaborado por el filósofo francés Auguste Comte que propuso que todo conocimiento positivo y genuino estaba limitado a los hallazgos positivos, reales, perceptibles y verificables, es decir una razón analítica. Comte y sus seguidores proponían un enfoque social-científico-humanista, sustentando que la sociedad y el mundo físico operan con leyes generales, rechazando los conocimientos introspectivos e intuitivos, así como a la metafísica y la teología.
Esos principios ideológicos dieron contenido a dos de los lemas más conocidos del porfiriato: orden y progreso y el de menos política y más administración. Y con ellos dio comienzo la etapa conocida como paz porfiriana.
Sin embargo, a pesar de su condición autoritaria y hegemónica, el régimen de Díaz enfrentó una serie de retos a su autoridad, levantamientos, rebeliones, conspiraciones y hasta conflictos armados.
Una vez restaurada la República en 1867, con la derrota del llamado imperio de Maximiliano, el país no contaba con estabilidad política, no había fronteras bien delimitadas, la identidad nacional era frágil, no existía integración social y económica ni estabilidad financiera y fiscal, además del peso significativo de una enorme deuda externa.
A pesar de la promulgación de la Constitución de 1857 el país no contaba con un gobierno estable y legítimo y no se habían consolidado las instituciones ni el estado-nación.
En esas circunstancias se produjeron las rebeliones de Porfirio Díaz en contra de la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada, respaldadas por el Plan de Tuxtepec, lanzado el 10 de enero de 1876. La primera de ellas ocurrió en marzo de 1876, pero Díaz fue derrotado por el general Mariano Escobedo en Icamole, Nuevo León (como resultado de esta derrota surgió el apelativo de Díaz como “el llorón de Icamole”). Díaz logró huir a Cuba y regresó a México para proseguir con su insurrección y en esta ocasión las fuerzas lerdistas fueron derrotadas en Tecoac, Tlaxcala el 16 de noviembre de 1876.
De esta forma, Porfirio Díaz asumió, por primera vez y de manera interina, la presidencia del país el 28 de noviembre de 1876.
El triunfo de la rebelión de Tuxtepec le dio a Díaz la presidencia que ambicionaba desde la restauración de la República. La supervisión política del porfiriato estaba, en esa época, lejos de ser un hecho. La primera administración de Díaz parecía estar destinada a un convulso fin como todos los gobiernos previos en el siglo XIX.
Las principales revueltas que enfrentó la dictadura porfirista fueron: la encabezada por Trinidad García de la Cadena en Zacatecas, la de Domingo Nava en Sinaloa, la llevada a cabo por los pueblos mixtecos en Tamazunchale, la dirigida por Heraclio Bernal en Sinaloa, la guerra contra los yaquis en Sonora (ver el libro “Yaquis. Historia de una Guerra Popular y de un Genocidio en México”. Paco Ignacio Taibo II, editorial Planeta, México, 2013), la guerra contra los mayas en Yucatán o el alzamiento de Tomochic en Chihuahua.
Pero la oposición a la dictadura porfirista no se manifestó solamente en rebeliones y hechos de armas. El régimen enfrentó conspiraciones, luchas por el poder y aspiraciones un tanto disimuladas por parte de caudillos militares, caciques regionales, políticos y aún funcionarios, quienes anticipaban la larga estadía de Díaz en la presidencia y su natural declive por cuestiones de edad.
El escritor Álvaro Uribe describió un ambiente de conspiración política en contra de Porfirio Díaz en su novela “El Expediente del Atentado”, editorial Tusquets, México, 2007, en donde altos funcionarios de la administración se involucran en una intriga para eliminar al dictador. Esta historia de ficción política fue construida a partir de un atentado que sufrió Díaz en una celebración del 16 de septiembre, hecho del que nada se informó y que pasó a convertirse en casi un rumor. Un factor adicional de interés de este episodio estriba en que se trató de un intento de eliminar al dictador por medio de un ataque personal y no por un levantamiento militar o revuelta popular.
La astucia política de Díaz le permitió reconocer que en sus círculos cercanos prevalecían intereses, ambiciones y disposición para separarlo del cargo. Tenía claro que ese reemplazo podría ocurrir por un levantamiento militar (como los que él llevó a cabo), por un atentado personal o por la creación de partidos políticos.
Las inquietudes de Díaz por el surgimiento de posibles rivales entre el grupo de antiguos camaradas militares de las guerras de Reforma y contra la intervención francesa lo determinaron a castigarlos con la cárcel, el destierro o el desprestigio. Al general Vicente Riva Palacio lo recluyó en prisión durante tres años y luego lo indultó para enviarlo como ministro de México a España, al general Mariano Escobedo trató de desprestigiarlo cuando se difundió la versión de que la caída de Querétaro se había debido a la traición del coronel Miguel López, lugarteniente de Maximiliano, y no por las acciones militares de Escobedo, a Ignacio Manuel Altamirano lo envió como cónsul a Barcelona y luego a París y al general Ramón Corona lo mantuvo como ministro de México en España durante diez años.
El autor Paco Ignacio Taibo II señaló en su libro “El General Orejón Ese”, editorial Planeta, México, 2012, que los historiadores del porfiriato minimizaron la actuación de los generales republicanos en la guerra contra el imperio, ya que hacían loas al presidente eterno, Díaz, y se opacaba la actuación del comandante de Querétaro, Escobedo.
Tomando en cuenta la popularidad del general Escobedo, Filomeno Mata organizó en 1890, en el Diario del Hogar, un concurso para elegir al general “con más méritos y más aguerrido de México”. Ganó Escobedo con más de 2 mil votos. Díaz quedó en segundo lugar. Este resultado fue difundido, inclusive, por el diario de oposición “El Hijo del Ahuizote” de los hermanos Flores Magón.
La perfidia política de Díaz se manifestó inclusive con su compadre el general Manuel González, a quien colocó en la presidencia de la República para el período 1880-1884, en tanto él conseguía las reformas constitucionales para conseguir su primera reelección.
El general González fue acusado de corrupción en un informe preparado por Manuel Romero Rubio (pariente político de Díaz), autorizado por éste, cuyo objetivo fue desprestigiar a González y “evitar que le tomara gusto a la presidencia”, obligándolo a refugiarse en su hacienda de Chapingo. En forma paralela el dictador utilizó al intelectual Salvador Quevedo y Zubieta para armar una campaña contra González que abarcaba desde su corrupción hasta su apetito sexual (atribuido curiosamente a su condición de manco).
Lo anterior podría explicar las razones que tuvo Díaz para hacerse rodear de dos grupos a los que, aparentemente, mantenía bajo su control: los caudillos militares y jefes de los principales destacamentos, y los llamados científicos, miembros de su gabinete e intelectuales orgánicos.
Entre los militares figuraron los generales Bernardo Reyes, Aureliano Blanquet y Ramón Corona.
Los científicos fueron: José Yves Limantour, Manuel Dublán, Justo Sierra, Gabino Barreda, Justino Fernández, Manuel Romero Rubio, Ramón Corral, Enrique Creel, Guillermo Landa, Pablo Macedo, Emilio Rabasa y Olegario Molina.
Los políticos y funcionarios conocidos como científicos eran, en su mayoría, capitalinos y urbanos. Su filiación política era conservadora, se trataba de oligarcas y todos ellos eran tecnócratas. Tenían como modelo doctrinario a Francia y a los postulados de Comte. A pesar de su identificación con el porfiriato y su compromiso con el dictador, se tienen referencias históricas de que esperaban la declinación de Díaz por su avanzada edad.
El autor Paul Garner publicó un artículo intitulado “Perfil del Controvertido”, en la edición especial de la revista Proceso dedicada al “Juicio al Porfiriato”, México, 2015, en esta nota el historiador expone que ese grupo porfirista, los científicos, adoptaron la doctrina de moda, el positivismo, pues promovía el progreso económico y la planeación social bajo el control de un estado fuerte y una élite tecnócrata.
Por su parte el historiador Pedro Salmerón Sanginés señaló que el siglo XIX fue el del conflicto de los pueblos contra los políticos conservadores y los modernizadores liberales que querían extinguir la propiedad social y la cultura indígena. Las rebeliones no pararon y se hicieron permanentes en Yucatán, Sonora, Nayarit y Querétaro.
Para 1890 Díaz suprimió toda limitación a la elección indefinida. A partir de ese año se acentuaron su centralismo, autoritarismo y paternalismo. 35 años al frente del poder político en México, de noviembre de 1876 a mayo de 1911, 4 de los cuales correspondieron al gobierno títere de Manuel González.
En estos tiempos las rivalidades y la desconfianza mutua entre militares y científicos se acentuaron. Los dos personajes políticos más importantes en el porfiriato tardío fueron el ministro de Hacienda, Limantour (impedido de aspirar a la presidencia por ser hijo de extranjeros) y el general Bernardo Reyes, ministro de Guerra y Marina.
Un ejemplo para identificar las limitaciones presidenciales de Díaz fue su relación con Reyes (uno de los miembros más jóvenes del círculo porfirista). Reyes fue inmensamente leal a Díaz, pero el dictador fue circunspecto y un tanto distante con Reyes, ya que su base de poder político en el norte del país (fue gobernador de Nuevo León) y el prestigio que mantenía en el ejercito lo hacían uno de los personajes políticos más importantes y conocidos. La prominencia y popularidad de Reyes lo convertían en un posible rival de Díaz.
En 1900 Bernardo Reyes fue nombrado ministro de Guerra y Marina. En 1902 fue separado del cargo por los conflictos entre él, apoyado por los militares, y los científicos. Fue obligado a regresar a la gubernatura de Nuevo León y luego a renunciar para ser enviado a Europa en una comisión de dos años. Volvió a México en 1911 después de la renuncia de Díaz a la presidencia. El dictador Porfirio Díaz volvió a emplear su método de remover y desterrar a quienes consideraba sus oponentes.
En esa etapa del porfiriato tardío vuelve a asomarse a la escena política nacional la figura del general Ramón Corona.
El general Corona regresó a México a principios de 1887, después de permanecer en España como Ministro Extraordinario y Plenipotenciario de México en ese país, cargo en el que fue designado por el presidente Lerdo de Tejada en 1874.
Ramón Corona fue un militar que se distinguió durante la guerra de Reforma, en el bando liberal, ocupando la comandancia del batallón Degollado y desempeñándose en el teatro de operaciones del occidente del país. Fue contemporáneo y compañero de armas de otros generales como Vicente Riva Palacio, Leandro Valle y Santos Degollado.
El general Corona era originario del estado de Jalisco, nació en la comunidad de Tuxcueca en octubre de 1837.
Durante la intervención francesa combatió a las fuerzas imperialistas como comandante del Ejército de Occidente, efectuando su campaña y desplazamientos desde Sinaloa, Nayarit y Jalisco, hasta llegar a Querétaro, para reforzar al Ejército del Norte, al mando del general Mariano Escobedo, en el sitio de esa ciudad, participando en la derrota final del llamado imperio y capturando a Maximiliano, lo que ocurrió el 15 de mayo de 1867.
Los intentos de la dictadura porfirista para restarle méritos al general Escobedo incluyeron la difusión de la versión que aseveraba que Maximiliano se había rendido ante el general Corona, a quien le había entregado su espada.
El historiador Paco Ignacio Taibo II aborda el episodio de la toma de Querétaro y la rendición de Maximiliano en su libro “Patria”, volumen 3, editorial Planeta, México, 2017, descartando ese mito y esclareciendo que en su calidad de segundo comandante del ejército republicano Corona recibió la rendición de Maximiliano, pero lo condujo con el general Escobedo a quien efectivamente le entregó la espada y ante su presencia claudicó formalmente.
Días después el general Escobedo envió a los generales Corona, Vicente Riva Palacio, Nicolás Regules, Francisco Vélez y Francisco Naranjo a la ciudad de México, al mando de 14,000 efectivos para reforzar a las fuerzas de Porfirio Díaz en la toma de la capital, lo que acaeció el 21 de junio de 1867.
Un signo incuestionable del general Corona fue su vocación liberal y republicana y su fidelidad al presidente Benito Juárez (dos hijos de Corona contrajeron matrimonio con nietos de Juárez).
Ramón Corona recibió formación doctrinaria e influencia política de pensadores e intelectuales como: Melchor Ocampo, Guillermo Prieto, José María Luis Mora, Ignacio Ramírez, Manuel Payno y José María Lafragua con quienes mantenía amistad y sostenía correspondencia para el intercambio de ideas. Esos intelectuales lo introdujeron en el estudio de los postulados del filósofo escocés Adam Smith, en especial lo que concierne a la presencia de factores económicos, políticos, sociales y tecnológicos en la generación y distribución de la riqueza sin la voluntad de dios. Ellos eran estudiosos de la obra de Smith “La Riqueza de las Naciones” y de sus conceptos filosóficos sobre la razón, las libertades civiles y la libertad de expresión.
En 1868 el general Corona fue nombrado comandante en jefe de la Cuarta División del ejército mexicano. En esa condición preparó la defensa del puerto de Mazatlán para rechazar, en junio de 1868, un intento de invasión por parte de una escuadra de buques ingleses. En 1873 derrotó al cacique regional Manuel Lozada, conocido como el “tigre de Alica”, desbaratando sus planes de atacar Guadalajara. Lozada fue un mercenario nayarita que estuvo al servicio de los conservadores, después de los franceses e imperialistas y finalmente de los ingleses que buscaban crear intereses en la costa del Pacífico.
Por esas fechas el periódico norteamericano “Evening Bulletin” de San Francisco publicó una nota dedicada a Corona destacando que tenía un excelente mando de sus hombres. Sus órdenes eran no causar molestias ni a las personas ni a sus propiedades. Actuaba de una manera honorable. Su objetivo era defender a su país hasta el final y para hacerlo se valía de todo medio honroso.
En 1874 el presidente Lerdo de Tejada designó a Corona como enviado diplomático en España, permaneciendo en ese puesto, como ya se expuso, cerca de 10 años.
La misión diplomática de Corona en España fue propicia para propagar el rumor que le atribuía la paternidad del rey de ese país Alfonso XIII.
Para el historiador José María Muriá esa especie es “más imaginación que ciencia”. El académico agregó que, aunque de Corona se decía que era un cuarentón con mucho garbo, la reina María Cristina de España tenía fama de ser muy recatada y religiosa, además de tener antipatías por Corona por tratarse de un liberal, anticlerical y uno de los oficiales que presenciaron el fusilamiento de Maximiliano. La reina era de origen austriaco y parte de la familia de los Habsburgos. Por estas razones la reina ejerció su influencia para mantener alejado a Corona de los actos oficiales durante dos años.
No obstante, resulta de interés agregar que observando fotografías de Alfonso XIII y del general Corona sí se puede apreciar un cierto parecido.
En 1887, a su regreso a México, el general Corona fue nombrado gobernador de Jalisco, tomando posesión el 1º de marzo de ese año. Desde esa posición se acrecentó su prestigio como militar, se le incluyó en el liderazgo del grupo liberal (enfrentado con el bando de los científicos) y su popularidad política en el país era reconocida.
La figura política de Corona empezó a verse como un posible reemplazo de Porfirio Díaz en caso de que el dictador accediera a celebrar elecciones libres y aquel decidiera participar en el eventual proceso electoral. Ante la ausencia de partidos políticos, en varias partes del país empezaron a organizarse clubes que auspiciaban o proponían discretamente la candidatura de Corona.
La posibilidad de lanzar una potencial candidatura de Corona se veía robustecida por la indeterminación del general Bernardo Reyes para decidir el lanzamiento de la suya, a pesar de su ascendencia en los cuadros del ejército y su influencia en los medios políticos del norte del país.
En ese ambiente político caracterizado por la paz porfiriana y el orden y progreso, de aspiraciones políticas disimuladas y de inquietudes o hasta temores por los denuestos, la represión, las remociones y los destierros por parte del régimen ocurrió el asesinato del gobernador de Jalisco, Ramón Corona, el 10 de noviembre de 1889.
El atentado tuvo lugar en una calle céntrica de Guadalajara cuando el gobernador se dirigía, caminando, a una función de teatro en compañía de su esposa y uno de sus hijos. En plena banqueta un sujeto que fue identificado como Primitivo Ron Salcedo le cerró el paso, se abalanzó sobre él y le propinó varias puñaladas cerca del corazón y en el vientre. El general Corona falleció al día siguiente, 11 de noviembre, en el palacio de gobierno después de una penosa agonía.
Las extrañas circunstancias en que ocurrió el atentado de inmediato suscitaron sospechas en Jalisco, en la ciudad de México y en el resto del país. La versión de la policía local atribuyendo el crimen a un desquiciado que metros más adelante se habría suicidado con la misma arma con la que mató a Corona se puso en duda por inverosímil.
Según el reporte oficial, después de cometer el atentado, Ron Salcedo corrió unos metros por la misma calle, dobló en una esquina, se detuvo y ahí se clavó varias veces su arma en el pecho. En la versión oficial de los hechos a Ron Salcedo se le atribuyó un estado mental inestable, se le identificó como indigente y vagabundo y se dijo que era originario de Guadalajara y que había vivido durante un corto tiempo en la ciudad de México.
Una semana después del crimen, el 17 de noviembre, el diario jalisciense “El Mercurio Occidental” publicó, por primera vez en la historia de la prensa nacional, una imagen de Primitivo Ron, ya muerto, con manchas de sangre en su rostro. La llamada nota roja en la prensa mexicana había nacido.
La reacción de los sectores católico y conservador fue la de no avalar la versión de un atentado cometido por un desquiciado. Según esas corrientes políticas habrían sido los liberales quienes prepararon la sugerencia del crimen cometido por un loco para evitar cualquier relación con el gobierno de Díaz. El periódico “El Heraldo”, de tendencia católica, fue el primer medio informativo en insinuar que se había tratado de un crimen político.
El inicio de la teoría conspirativa para explicar el asesinato de Corona se le atribuye al pintor Gerardo Murillo, conocido como doctor Atl, y perduró hasta los años veinte del siglo pasado. Murillo reveló que él fue testigo del atentado, que vio cuando Ron Salcedo se lanzó contra el gobernador, que había registrado que el autor del crimen conversaba con dos individuos antes de acercarse a Corona, que corrió hacia ellos después de atacar al gobernador y que esos dos sujetos fueron los que mataron a Ron Salcedo, para después darse a la fuga. Adicionalmente Murillo dijo que él conocía desde años atrás al criminal a quien se le conocía en el barrio como el “loco” Ron.
Otra versión del crimen, tal vez más descabellada, refiere que el atentado estuvo a cargo de dos individuos que se habrían trasladado de España a México para cobrar viejas deudas de honor, insinuando que se habría tratado de un operativo ordenado por la corona española para castigar los supuestos galanteos del general Corona con la reina de ese país.
A manera de conclusión se puede aseverar que la muerte del general Ramón Corona está inscrita en la larga lista de remociones, destierros y ejecuciones a las que recurrió el dictador Porfirio Díaz para deshacerse de personajes a los que distinguía como contrincantes políticos, cuya popularidad podría representar un riesgo para su autoridad, o para excluir a viejos compañeros de armas que conocían sus debilidades, sus fracasos y sus desmedidas ambiciones. Los generales Mariano Escobedo, Vicente Riva Palacio, Manuel González, Bernardo Reyes y Ramón Corona fueron víctimas de esa condición dictatorial y de ese estado de ánimo.
“Persiste la idea de que
el porfiriato fue un bloque
gigantesco en donde no
pasó nada más que construcción
de ferrocarriles, campos esclavistas
en Yucatán y los científicos.
Sin embargo, el porfiriato fue
un momento de crímenes y
perversiones.”
José Mariano Leyva.
Everardo Suárez Amezcua,
Diciembre de 2023.
Se quedó corto el autor. Corona era el dedo chiquito de Juárez. El padre de Corona participó en las guerras de Reforma e Intervención, siendo capturado y preso a bordo de la fragata La Cordelliere. Corona perdió la Batalla del Espinazo del Diablo, pudo escapar para dirigir la Batalla y derrota de los
franceses en Veranos (Mazatlán) salvó el puerto de un bombardeo y destrucción segura a la retirada de las tropas enemigas. En el puerto contrajo nupcias (mediante un poder) con una bella ciudadana irlandesa. A Donato Guerra, nacido en el mismo pueblo que Corona se le conoció como El Héroe de Palos Prietos (Mazatlán). Jefe del coronel Rosales, éste tiene el honor de que Culiacán se llame de Rosales, mientras que Mazatlán sólo le dedicó una pequeña calle a Corona, Donato pasó al olvido, aunque Culiacán sí le dedicó una céntrica calle. Saludos