III. EL MUNDO: SIGNOS DE CAMBIO.

El mundo se ofrece en panorama. ¿Adónde va? Son días agitados y revueltos: tiempos de cambio.

En años recientes la humanidad ha transitado del fin de una era a una nueva que no acaba de perfilarse por completo. Y las tendencias que apuntan como novedad no son nada alentadoras.

Tres décadas han transcurrido ya de que acabó la Guerra fría, de que se extinguió la rivalidad Este–Oeste. Ese acontecimiento contuvo la inminencia de una guerra nuclear, liberó a Europa Oriental y otros países del comunismo y transformó el debate internacional.

La caída del Muro de Berlín en 1989 resume y simboliza ese instante histórico, el fin de aquella etapa desventurada. El derrumbe del Muro guarda una significación particular, también, porque mostró al mundo, así fuera fugazmente, que es factible la paz universal.

En reemplazo del sistema de la Guerra fría se levantó, con abrumadora propaganda, la llamada “Globalización”. La divulgación que recibió hizo creer a muchos que los efectos de dicha Globalización se tornarían en panacea de los problemas mundiales y que el planeta ingresaba a una etapa de paz y de progreso. Obstinados impulsores de esa corriente fueron Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Karol Wotjila.

Desde luego, las grandes corporaciones mundiales y los grandes capitales se afanaron en la imposición de ese sistema globalizador que, con el anzuelo de la modernidad –apoyada en las nuevas tecnologías-imperaría en el universo. La propaganda orquestada con ese fin promovió e impuso la apertura mundial de muchos países al comercio mundial, privilegiando los intercambios libres de bienes, servicios y capitales, pero no de las personas. Se produjo así, entre otros resultados, un incremento acelerado de la pobreza y la migración de millones de desamparados en busca de trabajo y seguridad. El fenómeno migratorio constituye hoy uno de los más arduos dilemas internacionales.

Igual, el aliento y los anhelos de aquel fenómeno mostraron fisuras rápidamente, con la manifestación de nuevos y atroces desafíos que se expresaron de modo virulento. Entre ellos y en sitio prominente, el del extremismo religioso, patente en la saña del terrorismo religioso que destruyó Las torres gemelas en Nueva York, en septiembre de 2001.

En materia económica –a la que sobre todo apostaba la Globalización- el derrumbe financiero mundial de 2008 puso en evidencia la fragilidad del sistema: artificial y codicioso. Fue efímera, así, la vigencia de la Globalización y más allá de la difusión copiosa de las nuevas tecnologías, sus consecuencias fueron más bien desalentadoras.

Para establecer un nuevo orden mundial, un nuevo sistema de gobernanza universal, nada se ha anunciado o previsto formalmente. Nada, salvo dos o tres fenómenos que se han, que se van manifestando de manera espontánea. Esos fenómenos se magnifican al entreverarse con antiguos problemas y, desde luego, a esa masa compleja se suman nuevos retos.

Un suceso importante es, quizás, la lamentable tendencia que va cobrando fuerza entre las naciones y consiste en el rompimiento de las formas del trato social –ni qué decir diplomático- por parte de los mandatarios nacionales. En efecto, un número de mandatarios, un grupo creciente de líderes formales de varios países –Hungría, Polonia, Brasil, Nicaragua, Venezuela, Turquía, Filipinas, Rusia, Estados Unidos, basten estos ejemplos, la lista no acaba ahí- con distintas tendencias ideológicas, exhiben una conducta, un comportamiento personal poco o nada considerado.

Electos democráticamente, los mandatarios que pertenecen al grupo se caracterizan por el rechazo a comunes y viejos valores políticos y sociales, a reglas elementales de educación y urbanidad. Los líderes –llámense príncipe, presidente, primer ministro, canciller federal, etcétera- han perdido el sentido o ignoran a sabiendas las convenciones y formas del trato social y de la corrección política. Casi todos ellos son hábiles manipuladores de los medios de información.

Algunos han trascendido las fronteras de su propio país, como sucedió con la descalificación que hizo hace pocos meses el presidente venezolano Nicolás Maduro de Nayib Kelele, presidente de El Salvador.

Esa referencia nos da ocasión para asomarnos fugazmente a Latinoamérica. En rigor es el continente todo –quizás con excepción de Canadá- el que se halla descontento. La inconformidad social se va expresando de distintos modos y con distintos tonos, mediante elecciones formales o estallidos y protestas callejeras violentas. Desde Argentina y Chile hasta México y más al norte, el espacio geográfico se ha convulsionado.

Han resurgido la inquietud y la inestabilidad políticas que parecían bajo control. Y resurgen, no sin ironía, provocadas en buena medida por la postura errática o radical de los propios gobernantes, de izquierda o de derecha. Aun desconfiando de determinismos, es claro que los latinoamericanos carecen del arte y la ciencia de un manejo acertado del poder. Una prueba infalible de esta aserción es que todo aquel que asciende a la primera magistratura –y no hay ciudadano que no desee alcanzarla- se encamina en primerísimo lugar y de manera irrevocable a perpetuarse en el puesto y en el poder.

Otra novedad, otro suceso –acaso el más sobresaliente- es el repliegue angloamericano a nivel mundial. Hace unas semanas circuló en las redes electrónicas un meme con dos fotografías a color. La primera –una foto popular y clásica- mostraba a Winston Churchill, a Roosevelt y a Stalin posando para la cámara en su encuentro en Yalta, durante la Segunda Guerra Mundial. La segunda, una foto elaborada, armada ex profeso, muestra a Donald Trump, Boris Johnson y Vladimir Putin juntos, pretendiendo emular a aquellos antecesores suyos. Más allá de la intención, la foto es reveladora: muestra el signo de los tiempos y el tamaño de los hombres.

El conjunto de principios, ideas e instituciones que estableció Roma durante más de un milenio se mantuvo en poder de los anglosajones –primero Inglaterra y Estados Unidos después- durante los dos siglos más recientes. Ahora, de repente, el mundo ha enfrentado la noticia de que los dos países se apartan de esa ruta, de que renuncian al hegemonismo que mantuvieron los siglos diecinueve y veinte, respectivamente.

El repliegue se anunció de forma pacífica. Renunciaron al liderazgo mediante la libre manifestación de su voluntad expresada en las urnas. Primero Inglaterra. Una nación cuyo manejo de la democracia y sus expresiones, es ejemplar y modelo para todos los países. La población votó masivamente para salir de la Unión Europea y guarecerse en el nacionalismo.

El resultado de las elecciones del 12 de diciembre reciente tendrá mayores consecuencias que la simple elección de Boris Johnson y la salida de de la Unión Europea de lo que es hoy –todavía- el Reino Unido. La prisa de Johnson por separarse de la UE revela también la altivez anglosajona.

Estados Unidos marcó su decisión con la elección del Presidente Donald Trump. Trump ha rechazado continuar administrando la herencia de Roma y la propagación de los valores que impulsaba el todopoderoso Imperio estadounidense. Ha renunciado al liderazgo mundial, a la supremacía anglosajona imperante desde la revolución industrial, no en respuesta a su visión de estadista innovador sino para acogerse, también, al nacionalismo.

¿Hay una regresión de la democracia? Hay causas justas, lo que no hay es poder inocente.

Juntos los viejos y los nuevos problemas han recargado la agenda mundial. Además de los ya referidos –el repliegue anglosajón y la conducta de gobernantes nacionales- se alinean en espera de solución varios asuntos antiguos, ahora recrudecidos o magnificados: la persistente pobreza, la migración, el racismo, la criminalidad, la inseguridad, la propaganda comercial, el calentamiento global son sólo algunos.

Las bases del poder mundial se han alterado. ¿Qué viene? ¿Una nueva Edad Media? Tan importante como el abasto de recursos naturales –agua, alimentos, abrigo- para la subsistencia de la humanidad, es la perspectiva opaca que prevalece no sólo en política y en la organización mundial. Va más allá de lo que Joseph Stiglitz llama la “era del descontento”.

Hay un como aturdimiento o apatía en los elementos que colman las horas de cada día de las sociedades en todas partes: la música, la literatura, el cine, la televisión, el fútbol, los viajes, el Oscar, el Nobel, los medios de información…Parecen o se han trocado reiterativos, irrelevantes, vacuos.

LA – CDMX, diciembre de 2019

  • El autor es diplomático y escritor mexicano.

 

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