En un pueblote polvoriento y sin chiste aparente, capital del Estado de Guerrero -Chilpancingo de Los Bravo- nací por allá de fines de los años 40. Como todos los niños de provincia, que no teníamos muchas opciones de diversión, digo, modernas, aparte de alguna función de cine y escuchar programas de radio en la W o la XEQ, después de hacer las tareas de la escuela, la mayor parte de las tardes las pasábamos jugando en la calle, con mis hermanos y los niños vecinos, en la de Emiliano Zapata, donde vivíamos.
Era esa una calle muy movida, pues está a dos cuadras del zócalo y jardín central, del palacio de gobierno y la municipalidad, de la iglesia principal, sin chiste también, pero adornada por un hermoso laurel de la India y, también, a dos del Colegio del Estado, posteriormente Universidad Autónoma de Guerrero. Convivíamos en esa cuadra tres clases sociales: una familia de maestros; comerciantes ricos (digo, ricos pues vivían mejor que nosotros, que no la pasábamos mal), una casateniente, propietaria de varias casas de las de esa y en otras calles cercanas; una familia de gente muy pobre, cuyo hijo, Bernardo, era un aguerrido jugador de futbol y bueno para las pedradas, deporte muy practicado en Chilpancingo, del que tengo un recuerdo imborrable en la parte trasera de mi cabeza, y nosotros, clase media, pues mis padres eran, Guillermo, ex maestro de Ayotzinapa y funcionario del gobierno en la Secretaría de Economía y Enriqueta, maestra y luego directora de la Facultad de Comercio del Colegio y universidad.
Así, nuestras actividades vespertinas se centraban en jugar futbol, deporte en el que mi padre destacó, pues fue seleccionado nacional; canicas, carreras de carritos de madera, guerritas a pedradas con los niños de la cuadra siguiente, andar en bicicleta, competencias de trompo o balero, etc., o a montar en bicicleta e ir a los límites de Chilpancingo, toda una aventura.
Ya cuando anochecía, antes del regreso de mis padres, algunos de los vecinos se quedaban un rato en casa y jugábamos a los encantados, a patear el bote, luchas, escondidas, hacer teatro actividad esta última en la que participábamos mi hermana Marina, mi hermano menor Enrique, yo y otro amiguito con una personalidad muy especial, miembro de una familia de nueve hermanos y una hermana. Lo llamábamos “El Ruqui” (Raúl), pues él siempre quería interpretar a Libertad Lamarque en el juego del teatro, e imitaba a la cantante con una voz aguda que pretendía ser femenina: “…déjame no quiero que me toques…”. En las luchas, éramos mi hermana, La Tonina Jackson, Enrique, Black Shadow y yo, Blue Demon.
Tuvimos pues una niñez sana y muy movida, y estas actividades nos divertían bastante, y aunque en algunas oportunidades exagerábamos en el tiempo dedicado al juego, teníamos lo que ahora los narcos llaman un “halcón”, un amigo que nos avisaba si ya venía mi madre del colegio. Mi padre siempre llegaba más tarde.
En los años que pasamos en esa calle, antes de emigrar a México por una huelga de la universidad y social, dirigida por Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas, del Movimiento Cívico Guerrerense, que en 1959 hizo caer al gobernador, el general Raúl Caballero Aburto, hubo varios cambios de vecinos, pues las propiedades, como señalé, eran rentadas, incluso la vivienda en la que vivíamos.
Uno de esos cambios, del que guardo un recuerdo muy especial, incluyó a una jovencita de unos 13 o 14 años de edad. Se llamaba Celeste. Yo tenía apenas nueve años. Su familia se instaló en la vivienda que quedaba enfrente de la nuestra y con ella y su hermano menor, casi de inmediato hicimos buenas migas y se incorporaron a nuestras actividades vespertinas y nocturnas en casa.
Ella era, desde mi óptica de niño que viajaba rápidamente hacia la pubertad, algo así como una princesa de ensueño. Tenía unos ojos cafés muy claros, alta (me sacaba casi una cabeza), bonitas facciones y un color de piel tirando a miel; muy avispada, inteligente y creativa, pero sobre todo, era extremadamente amable y afectuosa conmigo, cosa que me ponía a soñar cosas que aún no entendía.
Una nochecita ella sugirió que jugáramos a las escondidas, en mi casa desde luego, y me escondí en la esquina de un cuarto en donde la puerta de un ropero hacía un escondite perfecto. Estaba allí, escuchando cuando el castigado encontraba a los demás, cuando Celeste entró en mi escondite. Yo me asusté al principio, pues pensé que me habían descubierto, pero me hizo una señal de silencio y de pronto tomó mi mano, quedándose así, sobándomela, por momentos que me parecieron la gloria. Luego la puso en su mejilla, piel suave y tibia. Unas extrañas cosquillas recorrían mi cuerpo, le acaricié torpemente el rostro y quedamos mirándonos fijamente en la penumbra en la que nos encontrábamos. De pronto, el encanto se rompió con un grito de su hermano: “Celeste te habla mi mamá”. Lo odié.
Al día siguiente, ella no apareció a la hora de los juegos en casa. Sí su hermano, y yo me sentí desolado. Jugué todo lo que se propuso pero impaciente esperaba que ella apareciera en el escenario de los escuincles retozando. No osé preguntar a su hermano el por qué ella no apareció, ni ese ni en otros días más.
Finalmente, después de una espera interminable para mí, ella se reincorporó a los juegos. Yo estaba feliz, desbocado, y solamente esperaba que alguien sugiriera jugar a las escondidas.
Cuando finalmente iniciamos este juego, corrí a mi escondite y ella llegó instantes después. Esta vez, me abrazó y me dio un beso, insípido al principio, visto en el tiempo, pues era solamente juntar los labios, pero luego, para mi gran sorpresa, comenzó a pasar su lengua por los míos, intentando meterla en mi boca. Estaba yo perdido, en un ambiente de estupefacción, pues no sabía qué hacer y sintiendo un placer ya no tan inocente.
Esa actividad se volvió una práctica cotidiana, que yo ansiaba se repitiera ad infinitum, y en la que ella cada vez avanzaba más en el tono de las caricias y besos, sobre todo en los besos que, digo ahora, eran de “toque repetido de campanilla”. Con mis nueve años encima, no atinaba a hacer más que acariciarla torpemente y no por todas partes, pues mis conocimientos amatorios eran prácticamente nulos, aunque tenía reacciones físicas evidentes, y ella era la primera persona del sexo opuesto que besaba, perdón, que me besaba.
Lo horrible de esta historia es que, cada vez que estábamos en el escondite dándonos besos y caricias, la voz del hermanito, que imagino suponía lo que estaba pasando en el escondite, le gritaba “Celeste te habla mi mamá”, con una voz gangosa que destrozaba el momento sublime en que estaba metido.
Poco tiempo después, ella y su familia partieron a vivir a Zacatecas y su viaje fue para mí algo que me dejó desolado, ansiando conocer más de aquellas manifestaciones físicas que me daban tanto placer, aún entonces inexplicable.
Dos años después me tocó recibir a una nueva familia en nuestra calle, digo, a los hijos de esa familia que eran cuatro: tres mujeres y un niño, y cuya hija mayor, Dora Luz, muy atractiva, ojos grandes, cabello castaño claro, cejas un poco demasiado pobladas, pero que no la afeaban. Al poco tiempo de conocernos, inesperadamente me pidió en un pedazo de papel que me entregó su hermana Francis, ser su novio (“Sergio, te quiero y no puedo negarlo”, rezaba la carta que me envió y esto es la pura verdad, así ocurrió), y nuestro noviazgo, muy vigilado por la madre y el hermano fue interrumpido por la caída del general Caballero Aburto y nuestra partida a la Ciudad Capital.
No recuerdo cómo logré localizar, un año y medio después, su domicilio en la colonia Algarín y recomenzamos nuestra relación, que duró muy poco tiempo, pues un día que fui a visitarla, mandó a su hermana menor a decirme que ya no quería ser mi novia porque yo era comunista (¿?). La vi años después, cuando yo trabajaba en la Secretaría de Relaciones Exteriores, saliendo con su familia de la oficina de pasaportes. Ella y su madre me vieron y sin duda me reconocieron, pero ni de su parte ni de la mía hubo intento por saludar.
Con ella solamente llegamos a besos inocentes y caricias igualmente inocentes. Ir a tomar un helado a la carrera, una función de cine, siempre acompañada de sus hermanas porque su familia la vigilaba demasiado y, era obvio, tenía pensado a alguien de mejor posición social para la primogénita. Yo, estudiando la secundaria, no contaba con recursos para estas actividades, así que me metí a trabajar en un taller mecánico, como mandadero, o cambiando aceites y bujías y con ello sacaba para llevarla a tomar un refresco. En suma, una relación sin chiste, aburrida y terminada por tercera persona.
Los besos y caricias de Celeste quedaron en mi recuerdo, hasta ahora, que estoy llegando a los setenta años de edad.
Ciudad de México, febrero de 2017.
El autor es embajador de México de carrera, jubilado.
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