¡Hola! Saludos del inefable emba, desde su guarida en la capital sinaloense, actualmente de muy de moda ésta tras los catastróficos acontecimientos del 5 de enero, es decir, el día del segundo Culiacanazo. ¿Y qué tiene qué ver eso, pregunta usted? Pues que con esa excusa el emba ha resuelto (¡aguas!) abordar eso del narcotráfico y sus capos, trasladado al ámbito del SEM. Con tan tenue pretexto escribió el emba (si es que así se puede llamar a lo que hace) sobre el tema de su mejor experiencia como diplomático.
En esta ocasión, pues, se pone de historiador, así que ya saben, si no les va gustando la narración, sáltense hasta donde dice “Pero seguramente el emba…”
En varias ocasiones le han preguntado al emba cuál fue la mejor adscripción en su carrera. No por negarse a dar una opinión, pero frecuentemente contestaba con esquivas. Probablemente desde la perspectiva profesional, decía él, que ser embajador en Belize (sic) era probablemente la mejor experiencia, pues ¿dónde más el embajador de México tiene la misma importancia (y a veces más) que el de Estados Unidos?; ¿dónde más se pudo haber codeado con el primer ministro, que le confiaba información confidencial con frecuencia? Pero desde la perspectiva familiar ese mérito se la llevaba el Consulado en Brownsville. El número de relaciones y amistades nunca superó al acumulado ciertamente en Manila, pero allá estaba sin la familia y en Brownsville vivieron juntos y felices por cinco años.
Con eso en mente, se embarca el peculiar personaje en la descripción de los argumentos a favor de esa decisión, en el entendido de que, en aquellos tiempos no era el emba, sino el cónsul. Empieza por señalar que en aquella fronteriza ciudad vivían a unos pasos de la escuela de los niños y ellos, iban y venían solos a sus clases. También cuenta que estaban a unos pasos de la patria, que se podía visitar a familiares en lugares cercanos como Monterrey o Nuevo Laredo, que los visitaban con frecuencia familiares y que la cultura regional era muy parecida a la de su tierra, Sinaloa. De mar a mar y con un litoral amplio, ambos estados eran al mismo tiempo costeños y norteños, de suerte que ni el acento clásico desencajaba. Pero hay que decir que el precio pagado por vivir en un lugar con tantas satisfacciones, cerca de la patria y con una sociedad afín a su idiosincrasia, se pagaba en desgaste. Bajo toda la atmósfera de amabilidad yacía un ambiente perturbador, peligroso. A guisa de ejemplo presento una anécdota típica del ambiente fronterizo que, con todo, implica un costo:
Aquel restaurante en Brownsville estaba ya semi vacío y los dos amigos se disponían a beber las últimas gotas del café, antes de pedir la cuenta. El sitio, un restaurante de mariscos muy popular entre la gente de Matamoros, tal vez por ser limpio, con buen servicio y permitía celebrar reuniones con cierta discreción, sin invertir el tiempo necesario para cruzar el puente Internacional. Periódicamente, el Cónsul se reunía con el jefe de la aduana americana, Fernando Macías, con quien lo unía una buena amistad. Nativo de Laredo, Texas, Fernando dominaba ambos idiomas y era excelente publirrelacionista. Esa tarde habían estado conversando sobre la traumática experiencia vivida por Macías cuando estuvo en la Guerra de Corea. Al final pidieron la cuenta, pero el mesero les indicó que no se debía nada; la cuenta había sido saldada por el señor que estuvo sentado en la esquina.
“Oiga, pero ¿quién era?, si ni lo vimos”, comentó Fernando.
“Pues es de Matamoros, viene muy seguido y deja muy buenas propinas, se llama Juan García Ábrego”, les dijo con una inocente sonrisa. Fernando estaba furioso, casi no podía hablar, “¡es el colmo!”, casi gritaba, ¡este tipose burla de mí!”; mientras el Cónsul trataba de lucir cariacontecido, porque la verdad no tenía la menor idea de quién era ese señor.
“¡Cálmate Fernando, te va a hacer daño la comida!”, alcanzó a aconsejar el Cónsul. Cuando al fin pudo controlar su irritación, Macías le explicó la razón de su enojo: se trataba de un poderoso capo de la mafia fronteriza. Pudo entonces el cónsul aquilatar la seriedad del incidente. García Ábrego era considerado entonces (1982) el narcotraficante más poderoso del país y dirigía al Cártel del Golfo (CDG).
Esa era la cara oculta de la vida en la frontera.
Prácticamente desde su primera aparición en público hubo interesados en conocer al nuevo Cónsul, algunos de ellos de muy obvia intención y otros más sigilosos. Consciente de los problemas comunes a casi toda frontera; corrupción, negocios turbios, mafias, narcotráfico, entre otros; hasta antes de vivir allí imaginaba esos males como parte de un sector poblacional ajeno, aislado, fácil de identificar y con el cual no tendría que tratar.
Estaba, una vez más, muy equivocado.
Sus amigos verdaderos le habían informado quién era quién en la sociedad matamorense, sobre todo en aquellos casos notorios, cuya fama pública era indiscutible. A pesar de no contar con antecedentes penales o encontrarse bajo investigación formal, no era difícil distinguir a los capos, pero en algunos casos eran éstos demasiado poderosos como para ignorarlos totalmente. En Matamoros se acostumbraba celebrar desayunos políticos en el restaurante Piedras Negras, propiedad de Juan N. Guerra, a quien la vox populi atribuía el título de capo di tutti capi, o sea el mero mero. Tampoco él había sido acusado penalmente ni existía averiguación en su contra, pero la opinión pública era inapelable. A esos desayunos acudían casi todos los funcionarios federales importantes y se decía que en ellos era posible arreglar asuntos de compleja solución, amén de disfrutar de opíparos desayunos y atención realmente esmerada. El Cónsul fue invitado y hasta presionado a asistir a esos convivios organizados por el supuesto Capo, pero antes de tomar una decisión acudió a sus amigos funcionarios federales en busca de orientación y consejo.
Básicamente recibió dos tipos de respuestas: Para algunos, los encuentros eran valiosos por la naturaleza de los asistentes, no por la dudosa calidad ética del organizador; según esa postura, nada impedía asistir, pues en las inmortales palabras de Díaz Mirón: “Hay plumajes que cruzan el pantano y no se manchan”. Para otros, en cambio, aquellas reuniones se insertaban en una tradición ya superada, fundamentalmente porque ya no era necesario reconocer a ciertos caciques para poder desempeñar las funciones y atribuciones de un encargo. Ya no giraba todo alrededor de ciertos jefes, sin cuya aquiescencia nada podía lograrse. Asistir a esos desayunos mandaba un mensaje equivocado. Además, el carácter casi institucional del evento se debía a la insistencia de un grupo de funcionarios incondicionales del anfitrión, los cuales eran prácticamente mayoría, pero no gozaban de buen prestigio.
Incluso verse relacionado con ese tipo de servidor era poco recomendable le señaló el jefe del Sector Naval. El Cónsul tomó la determinación de abstenerse y nunca se arrepintió de esa decisión.
En la frontera misma el problema de la corrupción era endémico. Se acostumbraba contar la anécdota de cierto exitoso empresario de Matamoros, quien había preguntado a su primogénito qué pretendía ser cuando fuera grande.
“Aduanero”, habría contestado sin titubeos el menor.
“Pero un agente de esos es igual que un policía, ganan muy poco”, refutaba el empresario.
“Sí, pero gastan muchísimo”, sentenciaba el imberbe.
El Cónsul pudo constatar la normalidad de las prácticas corruptas cuando denunció el mal trato sufrido por un grupo de señoras al llegar a Matamoros. El oficial de migración ni siquiera se había levantado de su lugar, donde estaba reclinado con los pies en el escritorio, cuando llegaron a documentarse las visitantes y de manera totalmente despectiva les aventó el documento de entrada, cual migajas lanzadas a un hambriento pajarraco. La queja oficial fue atendida por el subdelegado, quien comunicó al Cónsul la dura sanción aplicada al irresponsable y mal educado oficial: iba a pasarse dos semanas trabajando en las oficinas interiores, es decir, sin participar de la Polla (caja donde se concentraban los dineros recabados por concepto de propinas, exacciones, mordidas y extorsiones de cada turno).
Uno de los de ese grupo de amigos que desayunaban una vez a la semana, contaba un incidente observado encontrándose en las oficinas de migración del puente.
Según él, un centroamericano llegó a documentarse por ir de paso a su país y lo atendieron entre tres elementos: uno para la ejecución del formato de solicitud, otro para mecanografiar el permiso y finalmente uno que firmaría y sellaría el documento. Después de pasar por el primer trámite, se dirigió el transmigrante al segundo escritorio y esperó pacientemente a que le llenaran el permiso; mientras ello sucedía, el primer oficial le gritó inesperadamente:
“¡Oye!, ¿cuánto me diste?”.
A lo cual respondió el solicitante: “20 dólares”
“¡No!”, se apuró a corregir el oficial, “¡de estatura!, ¡que cuanto mediste de estatura!
A pesar del insolente descaro con que se hacían las cosas no era posible aislarse y dejar de tratar con ellos. En algo ayudó vigilar de cerca las reprobables actuaciones, pero ni era posible filtrar todo ni era parte de sus funciones convertirse en contralor oficioso; además tenía que funcionar y ello implicaba no alienar a sus contrapartes. De hecho, los únicos incidentes vividos en el desempeño de sus funciones cotidianas se relacionaban con ese ambiente especial de la frontera.
La vida en la frontera tiene muchos inconvenientes, en buena medida, propiciados por esa línea imaginaria que separa a las autoridades y aprovechan los delincuentes. No necesita la propaganda sensacionalista ni el manejo ineficiente; ambos, sin embargo, están presentes. La prensa de la región es muy dada a escandalizar con los incidentes fronterizos. Todo mundo sabe que el Río Bravo es el cementerio de los mafiosos, pues muchas veces ejecutan a alguien y van a tirarlo al río. No obstante, cada cadáver era, para la prensa, un trabajador ilegal[1] maltratado por la migra. El término ese es odioso e incorrecto, pero les encanta usarlo para describir a cualquier fallecido en el río.
“Oiga cómo son exagerados los gringos”, decía un paisano, “nomás porque le eché una mentirita al del puente ¡ya me quería meter a la cárcel!”. Los mexicanos nunca entenderán que para sus primos del norte mentir es gravísimo, sin importar el tamaño de la mentira. Pero localmente parecen tener una idea más o menos aproximada de los diversos enfoques y perspectivas de sus vecinos. Ilustro esta peculiar circunstancia con la fábula de los dos perritos que se encontraron en medio del puente; se saludaron y el que venía a México preguntó al otro: “¿A qué vienes a mi país?”. El perro mexicano respondió: “voy a pasear por los jardines limpios, a cruzar la calle sin miedo a ser atropellado, a visitar el “mol” y sus instalaciones”. “Y tú ¿a qué vienes a mi país?”, preguntó a su vez el mexicano. Sin pensarlo mucho replicó el perrito gringo “a ladrar”.
Y así es, los paisanos se vuelven modelos de conducta apropiada en cuanto cruzan la frontera, hacen el alto total, respetan los límites de velocidad, no tiran basura, hasta se abrochan el cinturón. A su vez, los americanos que nos visitan se vuelven desordenados, escandalosos, destrampados, sucios, todo eso con sólo entrar a México. La situación podría tornarse tensa, explosiva; afortunadamente son muchos más los puntos de contacto que los temas de separación. Lo malo de todo eso, desde la perspectiva de un funcionario consular mexicano, es el peligro de tropezar con una situación inesperada o inusitada y arrostrar después consecuencias de ella. Así aconteció cuando el cónsul fue invitado a visitar las instalaciones de la Dirección Federal de Seguridad en Matamoros. No existía razón fundada para rehusar, ni sabía en qué se estaba metiendo, así que aceptó la invitación. El comandante recibió al Cónsul y a su segundo muy amablemente, los escoltó en recorrido por todo el edificio, les hizo una demostración del sistema de comunicaciones y después les convidó una cerveza.
Mientras conversaban de esto y aquello el Cónsul quiso saber más de la institución, de la cual ignoraba casi todo. Escuchó interesado la explicación del comandante y pudo ubicar entonces el carácter de esa corporación. Pero el comentario formulado por su cónsul adscrito casi hace que el anfitrión se atragantara con la cerveza: “A ver si le entiendo”, aclaró el cónsul adscrito, “ustedes no se encargan de prevenir delitos ¿verdad?, son más bien policía represiva”. El tono bermejo del rostro del comandante le aconsejó mudamente calificar su aseveración y agregó apurado:
“En la escuela de derecho nos enseñaron que solamente hay dos tipos de policía según la naturaleza de sus atribuciones: Preventiva y represiva. Pero no uso ese término de manera peyorativa”. Lentamente respiró de nuevo el segundo del Cónsul y recuperó su color normal el comandante. Al salir de ahí, el Cónsul cayó en cuenta de los dos grandes riesgos asumidos al aceptar aquella invitación: ser considerado correligionario de los controvertidos (por lo menos) federales, o decir algo que lo pusiera en la mira de éstos. Tan malo uno como el otro.
Todo por querer saber.
Ahora que ha regresado a vivir en su tierra, el emba deja correr la memoria y coloca en la balanza las similitudes y diferencias entre vivir en la frontera y radicar en el Sinaloa actual.
Pero seguramente el emba no quiere que se queden ustedes con la impresión de que su adscripción en la frontera fue una amarga experiencia, nada de eso. Los malos tragos quedaron sobradamente superados por las enormes y frecuentes satisfacciones. Probablemente una de las más indelebles en la memoria del emba es su participación en “Charro Days”, que es digno de descripción y hasta de ilustración, pero eso quedará para otra ocasión, si es que leer esto les deja buen sabor de boca, si no… ¡pues no!
Saludes
El Emba, cronistísimamente.
- Las personas no pueden ser legales o ilegales, sus conductas sí. ↑
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