Permítanme comenzar por poner en contexto las caravanas en general, porque no es la primera vez que suceden, y porque revisar la historia ayuda a entender mejor el fenómeno actual.
A principios de los ochenta, miles de guatemaltecos, indígenas del Quiché y de Huehuetenango, entraron a México huyendo de la política de tierra quemada de Efraín Ríos Montt. El ejército mexicano llevó a cabo un reprobable operativo de rechazo, pero el presidente López Portillo rectificó y, finalmente, se aceptaron casi 50 mil refugiados guatemaltecos en campamentos en Chiapas, coadministrados por la ONU – ACNUR – y el gobierno de México a través de la COMAR, hasta 1984, cuando fueron trasladados – por la fuerza – a Campeche.
Los refugiados querían permanecer cerca de la frontera para recibir a más guatemaltecos y para volver a sus pueblos cuando las condiciones lo permitieran, mientras que los hondureños de hoy no quieren asentarse en Chiapas como refugiados, quieren llegar a Estados Unidos, o por lo menos entregar a sus niños allá.
Los guatemaltecos aceptaron la hospitalidad mexicana y la atención de ACNUR; los hondureños de hoy son diferentes, pero en realidad siempre ha habido caravanas, usualmente organizadas con fines de protección contra la delincuencia o contra autoridades abusivas. Empero, todo comenzó a cambiar a partir de 2014, cuando ocurrió la primera crisis migratoria de niños no acompañados. Durante ese año, una caravana de miles de menores de edad que viajaban solos llegó para pedir asilo en la frontera de México con EUA. Todavía en ese momento lo que caracterizaba a las caravanas era la clandestinidad, pero eso cambió radicalmente.
Aquella avalancha de menores fijó la mirada de la comunidad internacional en las condiciones de vida en Centroamérica, pero en lugar de intentar resolver los problemas, las políticas de los gobiernos de Estados Unidos siempre han sido punitivas. Los centroamericanos huyen de sus países para ir en busca de asilo en EUA, tal vez alentados por el innegable hecho de que un gran número de ellos tienen a familiares allá.
Desde el pasado mes de junio se empezó a fraguar un cambio en las políticas norteamericanas, al negar que la violencia doméstica o de pandillas fueran suficiente para calificar como asilados. La tasa de rechazo de peticiones de asilo a salvadoreños fue del 79,2%, muy similar a la de hondureños y guatemaltecos, según cifras oficiales obtenidas por investigadores de la universidad de Syracuse. En América Central la desigualdad es brutal, la violencia criminal impone sus reglas y los gobiernos se distinguen por su impotencia. En esas condiciones, se entiende que la población haya respondido al llamado de un activista hondureño, Bartolo Fuentes, para iniciar la marcha. No es secreto que EUA es una fuerza dominante en Centroamérica y que en Honduras legitimaron el golpe de estado que impidió a Manuel Zelaya reelegirse y reconoció al gobierno de Juan Orlando Hernández, pese a las denuncias internacionales de fraude. Los partidarios de Zelaya, muy enfrentados con Estados Unidos, primero realizaron una caravana de San Pedro Sula a Tegucigalpa, pidiendo la caída del gobierno y elecciones adelantadas.
En cuanto al traslado al norte, muy cerca de todo estaban los traficantes de personas, así como también las iglesias evangélicas y muchos otros actores que participan en ese drama humanitario.
Al arranque de la peregrinación hondureña, EUA advirtió al presidente de Honduras que, si no se detenía y regresaba la caravana, se suspendería toda ayuda a su país.
Al cruzar la caravana la frontera entre Guatemala y México, Estados Unidos respondió con el anuncio de que el departamento de defensa estadounidense desplegaría por lo menos a 5200 soldados a la frontera con México, lo cual cumplió, al parecer usando como justificación la acusación sin fundamento de que personas del medio oriente marchaban hacia su país. También emitieron un decreto que prohibía el ingreso de cualquier persona de Centroamérica, en especial los que llegaran en busca de asilo o refugio.
Trump llegó al extremo de anunciar que decretaría el fin del otorgamiento de la nacionalidad por el lugar de nacimiento, pero los expertos respondieron que no es posible cambiar la constitución por decreto. También dijo que los efectivos desplegados en la frontera con México podrían disparar a los migrantes centroamericanos si éstos les lanzan piedras, aunque más tarde dio marcha atrás ante la ola de protestas. Incluso equiparó la caravana con una invasión, pero una vez más se vio obligado a rectificar cuando la prensa le aclaró que el concepto de invasión lleva implícito el factor militar y que por tanto que no puede haber invasión de civiles.
A su vez, México propuso el plan “estás en tu casa”, que consta de los siguientes componentes: Los migrantes en edad de trabajar podrían acceder al programa de empleo temporal (PET) en Chiapas y Oaxaca, si se registraban. Podrían entrar y salir de los albergues, obtener atención médica en las clínicas del IMSS y abrir una cuenta bancaria. Realizarían labores de reparación, mantenimiento y limpieza de caminos, calles y espacios públicos. El trámite es gratuito y debe realizarse en las oficinas del INM.
El compromiso irrestricto con los derechos humanos de los migrantes no significa un aval al ingreso irregular, masivo y no documentado. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre estableció el derecho de todos a abandonar su país, pero no existe derecho a internarse a otro. Por ello, se hizo un nuevo llamado a evitar riesgos innecesarios y sujetarse a los procedimientos que las leyes mexicanas establecen.
Ahora bien, la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de todos los Trabajadores Migratorios y de sus familiares, entró en vigor el 1° de julio de 2003, tras haber sido ratificada por un mínimo de 20 países en marzo de 2003. México no sólo la ratificó, sino que fue uno de sus más entusiastas promotores.
Se estima que el número de migrantes internacionales oscila entre 185 y 192 millones, es decir, el tres por ciento de la población mundial, comparable con la de Brasil. Casi la totalidad de los países del mundo se ven afectados por el fenómeno de la migración internacional, ya sea como países de emigración, de inmigración, de tránsito, o incluso los tres a la vez, como es el caso de México.
Documentados o no, todos los migrantes tienen derecho a un grado mínimo de protección. Si bien es cierto que la convención no crea nuevos derechos para los migrantes, sí busca por lo menos garantizar el trato igualitario y las mismas condiciones laborales para migrantes y nacionales. Además, busca prevenir condiciones inhumanas de vida y de trabajo, abuso físico y sexual, o trato degradante; defiende el derecho a la libertad de pensamiento, de expresión y de religión, garantiza el acceso a la información sobre sus derechos, tales como el derecho a la igualdad ante la ley, acceso a intérpretes, acceso a los servicios educativos y sociales, derecho a participar en sindicatos, derecho a mantener contacto con su país de origen, derecho a transferir sus ingresos a su país de origen.
Ciertamente no puede hablarse de derechos de los migrantes antes de que se internen a otro país, pero el problema se complicó cuando todo intento por poner orden en la frontera propia se interpretó mediáticamente como “hacerle el trabajo a Trump”. Es probable que México tenga capacidad de darle asilo político o visas de trabajo a varias decenas de miles de centroamericanos y con ello intentar dar respuesta a la crisis, pero difícilmente la tendrá para aceptar, en el caso de que todos quisieran permanecer en nuestro país, a tres o cuatro millones en los próximos diez años, como seguramente sería el caso de continuar las cosas como hasta ahora.
El problema no está disminuyendo, una segunda caravana de migrantes centroamericanos cruzó a México con cerca de 2.000 integrantes, mientras otros 2.000, en su mayoría salvadoreños, llegaban a Guatemala en el mismo lapso, con el mismo propósito de ingresar a Estados Unidos ante la violencia de las pandillas y el desempleo en sus países de origen.
Hay que decir que el procedimiento ortodoxo para otorgar masivamente visas de trabajo sólo podría tener como destinatarios a hombres en edad laboral, probablemente dentro de un esquema similar al que se usó para el tratado de braceros entre EUA y México y, por supuesto, solamente podría empezar a negociarse cuando ya existieran las fuentes de trabajo – ¿ferrocarril del sureste? – y previo estudio sobre disponibilidad de mano de obra local.
Actualmente el grupo que los protegió hasta llegar a la frontera con Estados Unidos no puede salvarlos, las soluciones tienden a volverse individuales. Las opciones reales para los caminantes son exiguas y están bien definidas: Pueden pedir asilo en Estados Unidos en algún puerto fronterizo –obviamente poco probable-, o quedarse en México o intentar cruzar como indocumentados.
Una cuarta posibilidad sería darse la vuelta y regresar, al menos un centenar de migrantes tomaron esta vía en una semana, montando en el avión que dispuso la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la rama de la ONU que atiende estas cuestiones.
La mayoría, sin embargo, siguió hacia Tijuana. Otros, no sabemos cuántos, han regresado a la clandestinidad y buscan la forma de hacer dinero para contratar un “pollero”. Quienes tienen familia en Estados Unidos esperan una remesa para ese efecto, pero los pobres entre los pobres sólo buscan un milagro, pues la llegada de la caravana disparó los precios. Los “polleros” se dejan pedir entre 4.000 y 8.000 dólares por cruzar al otro lado.
Quienes no tienen dinero, pero tampoco urgencia, han decidido establecerse un tiempo en Tijuana, trabajar y esperar a que la frontera se enfriara, cosa poco probable. Según las autoridades de Tijuana, había ya 2.372 centroamericanos en el albergue de El Barretal, a diez kilómetros de la frontera. Sin embargo, otros informes reportan que grupos de migrantes intentan internarse por El Paso, Texas, otros más ya fueron deportados por haber incitado el intento de cruce violento que resultó en el uso de gases lacrimógenos contra mujeres y niños, todo lo cual da cuenta de la aún presente volatilidad de esta crisis.
Al parecer, hasta el mes de marzo último habrían sido detenidos unos 100 mil migrantes, prácticamente todos solicitantes de asilo, para los cuales no tienen capacidad de detención. En otras palabras, el flujo sigue incólume, sólo que de pronto se vinieron en caravanas y se tornaron más visibles. Se internan, se entregan, solicitan asilo, y los sueltan o los regresan a México, lo cual exhibe la extraña dicotomía prevaleciente, donde el asilo es derecho privilegiado y sin embargo tratan por todos los medios de contener o disuadir a los solicitantes.
Para remate, tanto de la entrevista (¿privada?) del presidente con el yerno de Trump, como de la reciente entrevista de las titulares de Gobernación y Seguridad Interior, se ha filtrado la especie de que los norteamericanos pretenden que México selle el paso de los migrantes en el Istmo de Tehuantepec y, también al parecer, no se ha rechazado esa posibilidad, todo eso en el supuesto de que ya se fragua desde Honduras la llamada “Madre de todas las Caravanas”, aunque los hondureños niegan tajantemente esto y como resultado ya se especula que la “política migratoria” la llevaría en adelante la cancillería y no Gobernación. No se vislumbra eso, desde mi perspectiva, como medida adecuada para enfrentar la crisis, la cancillería no cuenta con recursos en el interior de la república como para hacerle frente, salvo las delegaciones “de pasaportes”.
A fuer de ser sinceros, nos queda la impresión de que no tenemos política migratoria, solamente reaccionamos a bote pronto a lo que nos llega del norte. Se entiende que tenemos compromisos internacionales de protección a los migrantes, cualquiera que sea su estatus, y que es por convicción que cumplimos con ellos, amén de por conveniencia, a la luz de la situación de nuestros paisanos en territorio americano, pero no puede negarse que los migrantes solamente lo son, por definición, cuando se encuentran en territorio nacional, no antes de que crucen la frontera, a lo cual no tienen derecho alguno.
Si habremos de detenerlos parecería lógico que ello fuera antes de que ingresaran irregularmente a México, es decir, impedirles el acceso por carecer del correspondiente permiso, visa etc. Eso es perfectamente legal, de elemental respeto a la soberanía, pero una vez que se adentran a territorio nacional cambia radicalmente su status, pretender que se bloquee su paso rumbo al norte en el estrecho de Tehuantepec suena más, eso sí, a hacerle el trabajo a Trump.
Y faltaría, finalmente, preguntarse si tal operación sería factible. ¿Tenemos la capacidad de sellar el estrecho? ¿Podemos hacerlo sin provocar una violación masiva de derechos humanos? Al final nada parece satisfacer a Trump, a juzgar por la tronante e irracional amenaza de cerrar la frontera. ¿Toda? ¿cómo? ¿o sólo los puertos fronterizos? ¿y los millones de cruces legales diarios se suspenden así nada más? ¿y las importaciones y exportaciones se detienen?¿alguien ha dimensionado las pérdidas económicas que eso representa?
Lamento mucho tener que finalizar repitiendo el encabezado de este escrito, pero dadas las circunstancias en efecto parece tratarse de un problema sin solución.
Ya a última hora se ha sabido que el presidente Trump dio marcha atrás en su amenaza de cerrar la frontera y en cambio ha otorgado a México “graciosamente” un plazo de un año para mostrar resultados a su gusto, so pena de sufrir el cierre de la frontera o, según él peor aún, aplicará un arancel del 25% a la importación de vehículos desde nuestro país. Esto al parecer obedece a que México se ha “portado bien” a últimas fechas, sin que quede en evidencia cuál fue ese positivo comportamiento. Pero algunos analistas afirman que a Trump le llegó la información de que el número de centroamericanos deportados por México había alcanzado cifras sin precedente y que fue ese dato el que lo hizo recapacitar. De ser cierto, la inquietud se multiplica y la afirmación de que no tenemos política migratoria gana veracidad, ¿no cree usted?
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El Emba
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