La experiencia de haber participado en una contienda electoral me dejó muy valiosas lecciones, entre ellas me expuso al pensamiento joven y eso fue por demás ilustrativo. Para empezar me enteré de que no hay uniformidad de clase, es más, ni siquiera podría decir que “los jóvenes” constituyen una clase, más bien todo lo contrario, ni forman un frente unido en contra de “los viejos”, ni puede hablarse de un común denominador entre ellos, salvo tal vez su adicción a Internet y a las redes sociales.
Cuando preguntamos cómo podría nuestro candidato acercarse a los jóvenes, recibimos todo un universo de respuestas. Incluso celebramos varios encuentros con estudiantes, mismos que fueron fructíferos, a pesar de que parecían más interesados en asuntos de alcance global (medio ambiente, calentamiento, desforestación, escases de agua, etc.) que en la problemática de su entidad.
¿Saben qué? me quedó la inquietante sensación de que la juventud de hoy ve muy negativamente la situación actual, tanto la que prevalece en los confines de su Estado, como en la nación y en la arena internacional. Me complace que se interesen en el presente y el futuro de la humanidad, pero percibo también una actitud pesimista de jóvenes sumidos en el inmediatismo y dominados por la trivialidad, amén de esa convicción catastrofista que conduce a creer que vivimos el peor de los tiempos.
Yo no creo que las cosas estén peor que antes, de hecho me da la impresión de que están cada vez mejor, a pesar de todo. Sí hay conflictos los ataques terroristas proliferan, renace el odio racial y la intolerancia, pero nada se compara con el horror de las guerras mundiales, de las dos. Que una nación pierda veinte millones de seres humanos en cuatro años, da la medida de las dimensiones de una verdadera y aterradora catástrofe.
La posibilidad de una conflagración nuclear fue durante muchos años espada que pendía sobre nuestras cabezas. No nos preguntábamos si sucedería, sino cuándo. Literalmente era una pesadilla imaginar qué pasaría cuando empezaran a caer las bombas, seguros de que no había escapatoria y de que la radiación nos alcanzaría donde estuviéramos, así fuera en medio de la sierra, de la selva o del desierto.
Si volvieran a ver la famosa película «El Dr. Insólito», observarían cómo ahora todo suena exagerado, ajeno, remoto; pero en aquellos años no era así, todos vivíamos bajo esa amenaza inminente, aquella locura inexplicable que parecía inexorable.
La maldad humana siempre estará presente, pero nunca volverá a manifestarse como lo hizo a través de Hitler y sus huestes. Ni los más fanáticos musulmanes de estos tiempos pueden lograr la eliminación de millones de personas en tan corto lapso; y sin usar armas de exterminio masivo. Esas ejecuciones eran casi personales, directas, no implicaban apretar un botón y enterarse impersonalmente del número de víctimas.
Cierto que en la actualidad hay numerosas “guerritas”, pero es porque se redujo la estructura bélica y crecieron los conflictos localizados. Hay que recordar que cuando se luchaba en Corea por allá en los cincuenta, había al mismo tiempo frecuentes conflictos en África. Los Idi Amín de aquellos tiempos no estaban aislados; las dictaduras eran la regla, no la excepción; mataban con singular alegría igual Trujillo en Dominicana, que Stroessner en Paraguay, Somoza en Nicaragua, al igual que Salazar en Portugal o Franco en España.
Hubo tiempos en que los militares gobernaban en Argentina, Uruguay, Chile, Paraguay, Brasil, Bolivia, Ecuador, Perú, Panamá, Guatemala, Honduras, Nicaragua y El Salvador, mientras en el continente negro –sí, negro, así, sin eufemismos- no había ni una democracia. Bueno, ninguna que durara.
Ya para los sesenta Corea del Sur estaba militarizada (de la del Norte mejor ni hablamos), China estaba en plena revolución cultural, luego Marcos se entronó en Filipinas, Sukharto empezó su largo reinado en Indonesia, y así por el estilo.
Pero lo peor era la guerra fría. El muro de Berlín se había convertido en detonador, listo para hacer explotar la última guerra, la que acabaría con la humanidad. La crisis de los misiles de Cuba nos dejó en la misma orilla de la hecatombe. En México reinaba una confusión terrible, con propaganda de los dos extremos; con guerrilleros de diversas clases, con odios provocados por la matanza de Tlatelolco, o alguna otra muerte del lado del gobierno o de los guerrilleros.
La década de los setenta significó en México una interminable cadena de venganzas, “si me matas uno te mato dos”. La llamada guerra sucia impactó a muchas familias, los presos políticos eran incontables, la idea de la izquierda extrema era el utópico “crear cien Vietnams”. La libertad de prensa era una bella fantasía onírica, el dedazo regía en todas las elecciones. Las “elecciones” arrojaban como resultado casi automático el emblemático “carro completo.
Nos tocó ser testigos de tres guerras en Israel, todas ganadas por ellos mismos; India y Pakistán se liaron a golpes, Honduras y El Salvador tuvieron su guerrita del fútbol, había esfuerzos – remember Contadora – por parar las diversas luchas intestinas en casi toda Centroamérica, pero los conflictos seguían y la inestabilidad era la regla, no la excepción.
No, no creo que las cosas estén peor ahora, pero sí creo que vivimos más de cerca cada conflicto; que las bombas explotan con sonido estéreo y alta definición en las salas de las casas, que CNN es un mal ya necesario; y Fox News es un mal innecesario. La sangre se vierte a la vista de millones de televidentes; la violencia es la misma, pero ahora la percibimos aunque tratemos de aislarnos.
Y por añadidura tenemos las redes sociales, que han venido a desplazar a los soeces letreros escritos a mano en las paredes de los baños públicos. Cualquiera puede decir lo que sea, acerca de lo que sea, sin freno alguno y con un alto grado de inexplicable credibilidad. De ahí proviene, en su mayoría, ese desasosiego que domina a la juventud actual, ese pesimismo, esa idea de que el mundo atraviesa por su peor momento. No, no lo es, pero crece la percepción de que estamos perdidos.
Ahora bien, sí existe un tema que luce igual o peor que en mis tiempos: la corrupción. Ahí sí comparto el pesimismo de los jóvenes. Mire usted, en mis tiempos la corrupción era abierta, descarada, paradójicamente “transparente”. La fortuna de los políticos profesionales (dícese de quienes sólo eso han hecho en su vida) estaba a la vista. Nadie cuestionaba que vivir de un salario jamás justificaría la gran riqueza acumulada. Eran los tiempos en que el erario era propiedad privada. Haber sido regidor, alcalde, diputado local, diputado federal o algún otro cargo similar, no se compaginaba con la acumulación de propiedades de lujo, los costosos vehículos y en general la gran fortuna, pues las percepciones apenas daban para vivir decentemente, ni siquiera con margen de ahorro considerable.
Pero ahora ya se cuestiona eso del “enriquecimiento inexplicable”, que es a todas luces explicable, pero no legal. Ya hay auditorías, contralorías, comisiones y ONGs pendientes de que no se transgreda la ley, pero de nada sirve, no pasa nada, ése es el verdadero mantra de estos tiempos. Claro que los salarios se han elevado notoriamente, pero ni así alcanza para adquirir mansiones en desarrollos exclusivos, ni para ese departamento en Miami, ni para esos extravagantes viajes por todo el planeta. No, el beneficio de contratos, concesiones y asignaciones sigue vivito y coleando, aunque las reglas hayan cambiado, aunque ya haya prensa libre (sic), aunque se vigile estrechamente la conducta de los políticos.
Bueno, eso digo yo, pero como soy de una generación obsoleta tal vez el problema sea simplemente que yo sí recuerdo, mientras que los jóvenes que no vivieron esas terribles épocas no tienen referencia, no las recuerdan, no tienen por qué. En lo que sí parecen tener razón es en que aquellos de ellos que se interesan en la política como profesión observan un panorama desalentador, a la luz de la escasez de figuras nacionales de peso y juventud, por lo menos en dos de los partidos más grandes: el PRI y el PRD.
¿Ya ven? ¡Ya me hicieron tornarme pesimista a mí también!
Saludes
Enrique (el viejo)
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