Atributo inagotable de la memoria es su capacidad para deparar sorpresas. En días pasados The New York Times reportaba la incomodidad de las autoridades civiles de Amsterdam con la conducta de no pocos turistas que abusan de la civilidad y tolerancia de esa ciudad aventajada, mediante el excesivo consumo público de bebidas alcohólicas, ciertos estupefacientes y otros alivios terrenales.
¿Amsterdam? Una ciudad antigua, de historia curiosa, una metrópoli recatada que administra su regocijo y la cual es preciso caminar si ha de conocerse. Ciudad original, es capital del país y la urbe holandesa más acaudalada. Sus luces iluminan a todo visitante y sus señas tornan improbable un extravío.
Fundada el siglo doce sobre un poblado de pescadores, en la Edad Media –lo mismo que Venecia, con quien comparte varias semejanzas-, desarrolló y mantuvo un papel decisivo como precursora de la banca internacional. Mas es su peculiar arquitectura lo que sin duda atrae y sorprende al forastero: hileras interminables de casas levantadas y angostas, con fachadas de dos aguas, así como un complicado sistema de canales.
A los extranjeros amantes del sol y del calor los ahuyenta el agravio de un cielo nublado y ojeroso. Esa circunstancia la subsana la emoción que provoca el espectáculo de los inmensos plantíos multicolores de tulipanes, visibles desde la comodidad de un ventanal de cualquiera de los comodísimos trenes que surcan la nación de arriba abajo y trasladan al viajero a Róterdam, a Utrech, a La Haya o a algún país vecino…
*El autor es embajador de México, jubilado
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